EL RINCÓN
El otro cambio
CAMBIAR de costumbres sólo debe intentarse cuando se tiene tiempo para adquirir otras nuevas. A ciertas alturas de la vida, cuando hemos comprobado que nuestros hábitos eran malísimos pero no nos conducían con urgencia a un mal final, no vale la pena modificarlos. Según mis amigos médicos, de cabecera última o casi, borrar de los hilios pulmonares todo rastro de la cilíndrica huella del tabaco me costaría unos quince años. El alcohol, en cambio, es menos rencoroso. Si dejara de beber, que no tengo por qué, más bien cada vez tengo más por qué, la huella etílica duraría menos tiempo. Si un bebedor empedernido, súbitamente convencido, dejase de darle al frasco, su hígado se recuperaría al cabo de algún tiempo, no mucho comparado con la eternidad. Hablo de estas cosas, personales pero transferibles, porque me han convencido de la inexorabilidad del cambio climático, pero ahora me quieren convencer de que entre mis abrumadoras obligaciones entra la de cuidarme a mí. Y además personalmente. Jamás he considerado que sea una criatura tan importante que merezca mis cuidados, pero al fin y al cabo soy un español más y me informan de que los españoles estamos a la cola de Europa en costumbres de vida saludable. Hay entre nosotros más fumadores, más bebedores y más obesos que en cualquier otro lugar controlado del ancho mundo. Al parecer, aumenta el número de partidarios de ingerir verduras, pero para mi desgracia conozco a una mayor cantidad de gente que bebe que partidarios de las acelgas, que al parecer no sólo sientan muy bien sino que no dejan resaca. El cambio climático puede ser detenido, si tomamos decisiones oportunas, pero el cambio de costumbres no puede ser inmediato. No sólo hay que decir eso de «desde mañana cambio de vida». Al día siguiente podremos decir lo mismo.