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Publicado por
VICENTE PUEYO
León

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HAY QUIEN confundió anteayer la Audiencia nacional con un departamento de Filosofía y, una vez conocido el fallo de la sentencia del 11-M, se puso a divagar entre «la verdad» y «la justicia». La verdad, como la objetividad en el periodismo, no son sino lugares hacia los que caminar siendo conscientes de que, o no se llega nunca, o se acerca uno al destino sólo después de dejar muchos jirones. La justicia es otra cosa. Su materia son los hechos conocidos y las pruebas disponibles; ni unos ni otras acostumbran a ser químicamente puros. Y es que la justicia, como obra humana, es necesariamente imperfecta. Pero es lo que hay y lo que vale cuando se imparte con pericia y honestidad. Y, por más que quepan perplejidades, como las derivadas de la indefinición de los impulsores «intelectuales» de la barbarie, el fallo es, en esencia, claro y contundente. No sólo, como decía Gallardón, se cierra con él «un capítulo» de la historia de España sino que contribuye a contemplar con nitidez una realidad que durante meses se hizo llegar tercamente distorsionada a la plaza pública. Esta sentencia cierra un círculo que no comenzó a dibujarse aquel fatídico 11 de marzo sino (conviene recordarlo de nuevo) bastante antes en forma de una ignominiosa fotografía tomada en las Azores en la que tres iluminados llamados Bush, Blair y Aznar se erigieron en salvadores de las esencias de un Occidente lacerado por la brutalidad del 11-S y se marcaron el primer objetivo a batir: Sadam. El siguiente trazo del círculo se dibujó en las calles de León, de España, de Europa, que acogieron manifestaciones multitudinarias en un intento de advertir, desde la calle, a los respectivos gobiernos del tamaño de la locura que habían emprendido. Pero nunca tan pocos pasaron por alto la exigencia de tantos. Y ya se conoce, todos los días se siguen conociendo, los espectaculares resultados de esa demente aventura que está convirtiendo nuestro planeta en un lugar cada vez más inclemente. Ratificando una colectiva y fatal intuición, el círculo se delineó con su trazo más grueso el 11 de marzo del 2004 cuando una siniestra ramificación del más ciego y estúpido fanatismo culminó una de sus hazañas más negras y truncó la vida y los sueños de cientos de personas. La sinrazón y la brutalidad de esos hechos, unido a los inmorales vaivenes de Aznar y del inefable Acebes, llenaron de estupor a la sociedad española y abrió de par en par muchos ojos que hasta entonces o no veían o no querían ver. Los resultados de la inmediata consulta electoral, que dieron el finiquito a Aznar, no hicieron sino reflejar la lucidez y la rabia de la ciudadanía. ¿Qué otra cosa cabía esperar? Ahora, lo taxativo de la sentencia de la Audiencia Nacional al descartar a la banda terrorista ETA no hace más que refrendar en papel oficial lo que ya vislumbraba cualquiera que no se empeñara en cerrar los ojos a los datos disponibles y al sentido común. El fallo, en suma, tendrá sus claroscuros y nunca compensará el dolor inagotable de las víctimas más directas (es evidente que ni el tiempo ni la justicia son bálsamos milagrosos) pero cierra el círculo en el que se encierra lo esencial. Y es hora de reflexionar, pero unos deberían hacerlo más que otros.