TRIBUNA
En torno a la inteligencia negra
UNA MIRADA retrospectiva al reciente panel desplegado por los medios informativos nos conduce a la declaración efectuada por el premio nobel, James Watson, en el diario británico The Sunday Times, en la que sostiene que «toda la gente que ha tenido que emplear negros sabe que la igualdad de razas no es verdad». El tema ha producido un revuelo en la prensa internacional. Así, por ejemplo, mientras El País (18.10. 2007) resume la «Tormenta de críticas al nobel Watson por despreciar a los negros», Libération, de París, de la misma fecha, advierte a sus lectores que «James Watson, pionero del ADN, un nobel en el espiral del racismo, provoca un escándalo al afirmar la inferioridad de los negros». Estas críticas, sin duda, han presentado al mundo la imagen de un científico bajando de la gloria al nivel de la opinión más vulgar que caracteriza generalmente a la mentalidad racista. En este marco el nobel oscila entre la simple imaginación y la posibilidad de contemplar una hipótesis suceptible de una ulterior verificación, lo que le lleva a caer fácilmente en una «falacia convencionalista» , en una rápida y falsa generalización. James Watson es uno de los mejores representantes de esa sociedad inmadura que ha sido expuesta brillantemente por el frankfurtiano Herbert Marcuse, el único representante de aquella escuela que que sufrió hasta la muerte las consecuencias del capitalismo totalitario americano, en su incomparable obra One- dimensional man, El hombre unidimensional, prototipo del hombre máquina, que yo mismo he reflejado en mi obra L¿humanité en face de l¿impérialisme. Su posición revela que el blanco racista americano se sitúa en la cúspide de ese reducto unidimensional. Si el griego desubrió a África, vía Egipto, y confirmó la lucidez de la inteligencia del negro habitante de la zona, al que plasmó en sus monedas y en su arte apolíneo durante varios siglos a. C., el filósofo de la ilustración, en pleno sigloXVIII , y ante el fenómeno de la esclavitud, lleva a cabo diversos experimentos «para comprobar si con cuidados adecuados y sometido a una buena educación escolar y universitaria, un negro resultaba igualmente capacitado para la literatura que un blanco», como lo averiguara el africanista alemán Janheinz Jahn en sus Literaturas neoafricanas. La balanza de aquellos experimentos arrojó un resultado en el que la ilustración y las universidades europeas de la época se vieron invadidas por la claridad y distinción de la inteligencia negra, entre las que sobresalen Francis Williams, nacido en Jamaica, hacia 1700, y educado en Cambridge, escritor y autor de odas latinas, Ignacio Sancho, nacido en 1729, a bordo de un barco negrero entre África y América del sur, autor de Cartas, aparecidas en Londres 1782, Antony Wilhem Amo, nacido en Axim, en 1703, actual república de Ghana, profesor en las universidades de Jena, Halle y Wittenberg, Phillis Wheatley, reconocida como la «niña prodigio», nacida en Senegal, en 1761, y educada en Londres y en Boston, autora del famoso poema On Being Brougth from Africa (Al ser traída de África), Juan Latino, figura anterior al Iluminismo, la gloria de la universidad de Granada, nacido en la actual Guinea Ecuatorial, en 1516, etc. En el mismo corazón de los Estados Unidos de América, se desarrolla a lo largo y ancho del subcontinente, desde el siglo XIX hasta hoy, la corriente de la Filosofía afroamericana de la ciencia, protagonizada por James Forten (1776-1882) y Henry Blair, que fueron los primeros negros en recibir una patente americana. A partir de ese amanecer, «hacia 1913 se calculó que mil inventos habían sido patentados por los negros americanos», en la mayor parte de los campos científicos y tecnológicos del inmenso país, cuyo esplendor ha sido bien recogido por un equipo de investigadores notables, dirigidos por el doctor Ivan Van Sertima, fundador y director del Journal of African Civilizations, Douglass College, Rutgers University, New Brunswick, New Jersey, en una obra que lleva el significado título de Black in Science, ancient and modern. En ella brillan las grandes estrellas tales como Garnville Woods (35 patentes para los proyectos electromecánicos aplicados en la mejora del telégrafo, teléfono, cortes automáticos para circuitos eléctricos y reguladores de motores eléctricos), Lewis Howard Latimer (1848-1928) quien, junto con Thomas Edison, diseña el primer teléfono, el Dr Lloyd Quarterman, físico nuclear y uno de los seis negros que, con Albert Einstein, enriquecieron el «Manhattan Project», el código-nombre de la investigación de la bomba atómica, quien el 6 de agosto de 1945 fue galardonado con un certificado por la Secretaría de Estado Americano de Guerra «por su esencial trabajo en la producción de la Bomba Atómica, contribuyendo de este modo al éxito de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial», etc. etc. Curiosamente, este brillo de la inteligencia negra que convive con el señor James Watson se le ha pasado muy desapercibido. El investigador riguroso de verdadera historia de la ciencia contemporánea, no de la historia muerta de la ciencia, como diría Karl Marx, descubrirá con su esfuerzo mental autónomo que sin el potencial creador de esa inteligencia negra, los Estados Unidos de América nunca hubieran podido alcanzar el nivel tecnológico que ha gozado en esos dos últimos siglos. Al parecer, James Watson, un nobel invadido por la carga emotiva racial, se encierra en la burbuja de la psicología falsacionista, cuyos defensores imbuídos por una creciente «mala fe», en la década de los sesenta, se dirigían a los barrios pobres negros de ciertas ciudades americanas con el fin de establecer un análisis comparativo del cociente intelectual de sus habitantes con el de los residentes de los barrios blancos acomodados, cuya diferencia les revelaba ingenuamente la inferioridad de los primeros. Quebrando las normas elementales de la disciplina hermenéutica y sin volver las tornas como ocurrió posteriormente, cuando se demostró lo contrario, se contentaban con esos resultados ilusorios. Si el señor James Watson ignora el puesto al que correspondería el cociente intelectual de Toni Morrison, de Wole Sokinka, de Colin Powel o de Condoleeza Rice entre los blancos, es obvio que, en lugar de elevar o de fortalecer su espíritu científico, se adhiere por el contrario a lo ilusorio y desciende por un declive resbaladizo, banal y obsesivo que es capaz de dar color a lo incoloro, de ofrecer su vida en la defensa del absurdo, aunque no le suene el nombre del mismo «racionalista del absurdo». Ante esas tinieblas tan opacas, no resultaría oportuno insistir en las aportaciones de la negritud al saber occidental, ni en los nombres de los demás intelectuales negros más célebres y contemporáneos: una buena invitación tanto al nobel en cuestión como al resto de los condenados a permanecer todavía en las cadenas de los prejuicios raciales a que, rom- piendo los falsos mitos, se esfuercen por descubrir la verdad acerca de la inteligencia humana.