EL MIRADOR
La concordia va por temporadas
LA VERDAD ES que el ciudadano no sabe muy bien en qué ha quedado la Ley de Memoria Histórica ni si el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña es un valle de lágrimas o el túnel de la risa. Sobre todo, desconocemos los precedentes históricos de las cosas, lo cual viene a ser como condenarse a no entenderlas. En las aulas de España, según cada comunidad autónoma, puede que se esté enseñando con manuales de Historia que postulan conclusiones no solo heterogéneas sino contrapuestas. Eso se paga muy caro. Un presente sin conexión con el pasado raramente ilumina en futuro. Frente al molde racionalista, la Historia como experiencia del pasado aporta lecciones más amoldables a los problemas y crisis del presente que un sistema ideológico abstracto. La huella jacobina en la historia europea demuestra la obsesión uniformista del lecho de Procusto, hasta llegar a la guillotina como 'última ratio'. La primacía de la experiencia sobre la abstracción es el método natural para evitar las revoluciones que inluctablemente desembocan en el terror y el orden totalitario. Víctor Pérez Díaz habla de una España que a veces parece deseosa, y a punto, de instalarse en un estado de transición permanente. Pasividad cívica, el GAL y la temeridad política relacionada con la política exterior -la implicación en la intervención en Irak sin un mandato claro de la ciudadanía- son rasgos que Pérez Díaz anota como determinantes en la incertidumbre de la sociedad civil a finales del siglo pasado. Una opinión pública muy desorientada desconoce las claves de la política exterior, de modo que los costes son inversamente proporcionales al apoyo de la población a la intervención. Fueron días de extremada tensión, con un gobierno cuyo presidente se alineaba con los Estados Unidos de forma explícita y una colectividad agitada por el sentimentalismo y el temor a lo desconocido, con el añadido del antiamericanismo y la postura dividida de los demás socios de la Unión Europea. Reaparece aquella contraposición entre comunidad y sociedad de masas que viene ya del siglo XIX: participa en un sentido de la nostalgia, la nostalgia de la comunidad perdida que a a veces ha sido un prisma de lo utópico. En la globalización reaparecen multiplicados al infinito los factores de desarraigo que desvinculan a los individuos de su vecindad tradicional, de formas religiosas o compromisos familiares. Decrece la presencia de la comunidad. Pero, ¿de forma tan acentuada como temen los comunitaristas? Atomización y anomia dejan huellas en el quehacer social de todos los días pero ¿hasta el punto de una aniquilación irreversibles de la comunidad? Tocqueville vio como las masas entraban en escena como un torrente, captó el riesgo de un despotismo nutrido por el protagonismo del hombre-masa, el poder extralimitado de las mayorías y la tentación igualitaria. Sospechó que eso iba a afectar los modos de la libertad. También vio el riesgo de la burocracia proliferante. En la Unión Europea -carente de sistemas de control por parte de la ciudadanía- el predominio brutocrático es exacerbado. La alta euroburocracia gana áreas de influencia y poder. En forma algo más que figurada, los burócratas atenazan las decisiones de la Comisión Europea y devalúan las conclusiones del europarlamento. En España, existe el riesgo de fragmentación que representa una política territorial ajena a los consensos de la transición que quedó sellada por la Constitución de 1978. En ocasiones, ese riesgo da vértigo y en otras tiene algo de falsa alarma. Entre ambas reacciones abunda una notable incertidumbre colectiva. Como dice Pérez Díaz, el país no se siente involucrado en la realización de modelo normativo alguno y, simplemente, da por sentado que quiere vivir en paz, ser próspero y feliz, pero con los menores costes posibles; y llama a esto, ser moderno.