EN EL FILO
El Rey calla al «gorila rojo»
LA ADMONICIÓN del Rey de España al dictadorzuelo venezolano en la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno pasará a la historia de dichas reuniones, pero, sobre todo, quedará en la memoria colectiva de los españoles. Una acción que explicita tanto el certero pulso político del Monarca, como los desatinos de una errática y pobre política internacional. Respecto al proceder de don Juan Carlos, éste merece el expreso respaldo y el abierto refrendo de nuestra ciudadanía y de sus instituciones. Una conducta avalada por razones constitucionales y de defensa de los intereses nacionales. En efecto, aunque es el Gobierno quien «dirige la política internacional» (artículo 97. 1 de la Constitución), el Rey «es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia¿asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica¿» (artículo 57. 1 CE). Ante la impenitente y bravucona perorata y los groseros y reiterados ataques a un ex presidente del Gobierno de España, el Rey, como máximo representante del Estado, hizo lo que debía: pedir silencio a quien estaría siempre mejor callado. Y, cuando además, otro personajillo, el autoritario Daniel Ortega, decide erigirse en estigmatizador de las empresas españolas, nuestro mejor embajador acierta al levantarse de la mesa, expresando su pública reprobación ante tan zafios comportamientos. En cuanto a nuestra política internacional, lo sucedido prueba su fragilidad. Los grandes países, ¡no saben cómo les envidio!, se caracterizan por tener una política internacional de Estado. Una acción exterior que, respaldada por sus principales formaciones políticas, sobrevive al gobierno de turno. Ello habilita una labor concertada, bien definida, perdurable en el tiempo y, por tanto, respetable en la esfera internacional. Algo que nunca hemos alcanzado, salvo en los lejanos siglos XV, XVI y XVII. ¿Creen que esto le hubiera sucedido a Francia o Inglaterra? ¿Se imaginan parecidas afrentas, por semejantes caudillitos, a la Queen Elisabeth o al président Sarkozy? Yo, sinceramente, no. Los mencionados autócratas, sencillamente, no se habrían atrevido. Del hacer del presidente Rodríguez Zapatero, la sensación es agridulce. Si aceptamos la explicación de no haberse levantado de la mesa en el instante mismo que lo hacía el Rey -pues así se habría pactado entre ambos- su respuesta fue acertada. Por más que hubo tres cosas mejorables. Primera, debía haberse replicado con más firmeza ya el día anterior, con los primeros insultos del golpista gorila rojo. Segunda, la defensa de Aznar debió hacerse sin más, resultando innecesaria la retórica de sus personales desencuentros. Y, tercera, faltó contundencia y gracia. Pero, en todo caso, se cumplió. Se quejaba el Gran Duque de Alba -les recomiendo el libro de Maltby- del desafecto real: «Los reyes no tiene los sentimientos y la ternura en el lugar donde nosotros los tenemos». Algo que no podríamos predicar, no obstante, hoy del actual Monarca.