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León

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El valor de los signos Hace pocos días, en Gerona, el Departamento de Educación del Gobierno catalán obligó a una escuela a admitir a una niña a quien su madre había vestido con el pañuelo (chador) en la cabeza. La Asociación de Padres manifestó que se oponía a la decisión administrativa porque introducía un componente de arbitrariedad en la escuela, ya que cada uno vestiría «en función de sus creencias» y se vulneraría así el principio de laicidad. La primera consideración ante el tema es que la religión forma parte también, del tejido social y no sólo de las opciones personales. De hecho, múltiples opciones personales encuentran su expresión en la sociedad en forma de uso de símbolos y de manifestaciones públicas. Un caso evidente es el deporte, que ha invadido literalmente los espacios comunes e, incluso, la privacidad de muchas personas. Una victoria del propio equipo pasa a ser un acontecimiento multitudinario, que reviste caracteres de sacralidad y se expresa sin tapujos ni restricciones. En las escuelas e institutos de enseñanza difícilmente se prohibirá que un alumno entre en clase vistiendo, por ejemplo, una camiseta de un equipo de fútbol. Lo mismo puede decirse del alumno que entra en un aula de la universidad identificándose como perteneciente a u n determinado partido o corriente política. Por consiguiente, si se admite que las convicciones deportivas o políticas encuentren una expresión pública notoria, la religión no debería constituir, en este sentido, una excepción. En segundo lugar, la expresión pública de un determinado credo debe ajustarse a las normas de convivencia propias de una sociedad democrática en la que los ciudadanos mantienen opciones diversas, también en el terreno de las convicciones, sean religiosas o no lo sean. No me refiero sólo a las «normas» como legislación preestablecida que se debe acat tar, sino por encima de todo a las «normas interiores» de convivencia, las que provienen del sentido común y de la voluntad positiva de convivir sin tensiones y en paz. La escuela, que debe ser un foro donde se aprende a convivir, es un lugar apropiado para educar aquella «norma interior» que permite construir la «civilización de la convivencia», en expresión de Andrea Ricaldi. Anatolio Calle Juárez (Navatejera). La Bandera, en su sitio El pongo, o no, de la Bandera en balcones de edificios representativos de la administración ha dado un paso adelante en algo que hace muchos años adolecía totalmente de contemplación obligada. Ante la llegada de un familiar o amigo al que desde un tiempo lejano no abrazábamos, lo primero que hacemos es conducirlo y sentarlo en el lugar más alegre y cómodo de la casa. Si nuestra visita se efectúa al despacho de una alcaldía, por ejemplo, y notamos la falta de la enseña de la Patria o si está semiescondida o lugar no aceptado, ¿qué pensaremos? La televisión muestra, fuera de plató, a veces, imágenes de estancias donde, sentados a la mesa, caminando, o dispuesto para la foto en familia, a la derecha de la Emperatriz o la Reina, se encuentran el Emperador o el Rey. Significa que: a cada soberano se le ha concedido el honor que le corresponde. La misma televisión o algún otro medio de información muestra cómo la Bandera permanece en un rincón cualquiera, o detrás de un mandatario y escasas veces a la derecha de la mesa, en lugar adecuado y completamente visible. La llamada «Guerra de las Banderas» creo que ha traído a nuestro recuerdo la obligación de mostrar con orgullo la enseña de la Patria por la que se sufrió y murió. La amo, la he amado desde niño gracias a verla en el lugar de siempre porque mi abuela, maestra, nos lo inculcó así y su preocupación pasó luego a ser mía, como hábito, hacia un bien que viene de la época de Carlos III en el año 1785 con sus colores: rojo y amarillo, los colores de la sangre y del oro. Santiago Francisco Benavente y Valecia (San Andrés del Rabanedo). Paulina (León; debate en la edición digital).

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