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Publicado por
PANCHO PURROY
León

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EL CHOPO negro, junto con el fresno, el olmo y el sauce, es uno de los árboles más representativo de los sistemas ribereños. En las vegas agrícolas donde se ha eliminado el soto, sobreviven orlando los cauces unos vetustos árboles que parecen candelabros, fruto de la poda o trasmoche que deja un tortuoso tronco lleno de huecos y unos varales que forman una copa redonda y bonita. Pocos de estos chopos cabeceros sobreviven a la concentración parcelaria, amiga de arrasar estas sebes y bosquecillos. Cada ejemplar es un microcosmos lleno de virtudes, la primera la de crear ambientes umbríos en el suelo y atemperar las aguas corrientes, factor muy importante en verano, pues las aguas más frescas tienen mayor contenido de oxígeno y albergan más libélulas, peces y anfibios. Almacenan agua en el acuífero, retrasan las avenidas y protegen las márgenes aumentando la sedimentación, conjunto de efectos hidrológicos muy interesantes. El aporte de hojas muertas y su humificación ayudan a crear suelo fértil y mejorar su porosidad y permeabilidad. El profundo sistema de raíces sujeta físicamente las partículas de suelo en profundidad y superficie, contribuyendo a mantener el trazado natural de los ríos, siempre meandriforme, sin la prostitución ribereña que suponen los cauces rectilíneos y sus escolleras. Ahora que se ha desatado el escándalo por la plaga de topillos campesinos conviene recordar que en las truecas de estos chopos o paleras cabeceras es donde anidan los principales depredadores de roedores, a saber las aves de presa nocturnas (lechuza, mochuelo y autillo) y el cernícalo vulgar, la rapaz más común en el espacio agrícola, siempre que hayan respetado algún vestigio de este arbolado señero. Por cierto, en un chopo cabecero se dan sorpresas como la de encontrar núcleos de ciervo volante, el enorme coleóptero que algunos piensan que solo sobrevive en los viejos robledales y hayedos de la Montaña. Conservemos estos árboles singulares.

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