TRIBUNA
¡Otra vez a Libia no, por favor!
LOS EMIGRANTES del sur y del norte del Sahara, que se embarcan en cayucos y pateras rumbo al norte, en viajes imposibles hacia una tierra de promisión, superan cada día que pasa los horrores de sus aventuras trágico-marítimas. Abandonan los hogares que les vieron nacer por guerras, venganzas, o porque las ubres de sus madres-patrias están secas: Senegal, Guinea, Marruecos, Mauritania, Sudán, Libia, etcétera. Tanta necesidad estas pobres gentes acumulan, que malvenden las escasas pertenencias y se lanzan a la aventura en mares por ellos nunca antes navegados, en pos de un lugar donde anclarse y poder saciar su hambre física y espiritual. Quieren, simplemente, el modesto puesto de trabajo que otros no quieren y a ellos les seque la miseria. Los últimos casos conocidos contados por los supervivientes son espeluznantes, estremecedores: el infeliz que se ahoga justo a cinco metros escasos de la arena de la playa, después de semanas de vómitos entre azul de cielo y agua; o el que sobrevive royendo la madera de la embarcación, tras haber dejado a los peces a todos sus compañeros muertos de la embarcación. Resuenan y resuenan aún en nuestros oídos los gritos angustiosos de quien providencialmente se topa con un pesquero español en aguas del Mediterráneo y pide misericordiosamente: «¡Otra vez a Libia no, por favor!». Y ya, para rizar el rizo podrido de la emigración, aquel que llegando, consigue feliz el empleo que el europeo no quiere; pero también la inquina gratuita y salvaje de otro que le apalea y le deja para siempre en una silla de ruedas. ¡Qué tiempos aquellos donde era el europeo el que se aventuraba, también en frágiles embarcaciones, en la dirección contraria a cayucos y pateras! Partían también en busca de fortuna bordeando la costa africana, pero entonces a la conquista de fama, ansia de poder y de gloria, nuevas tierras, plata, oro, especias, o propagación de la fe católica, que de todo había en la viña del Señor. Las historias no eran menos terribles y conmovedoras que las actuales. Como la que se cuenta, por ejemplo, del naufragio del galeón portugués São João, conocido por naufragio de los Sepúlvedas, en la llamada costa africana de Natal (en virtud del dicho popular de que nacía nuevamente aquel que por allí pasase y sobreviviese). Tras el naufragio, sufrimiento y grandes penalidades, se llega al punto culminante cuando el capitán Manoel de Sousa Sepúlveda, ya loco, intérnase como un autómata en la jungla, luego de contemplar atónito a su mujer muerta, que se había enterrado en la arena para cubrir la desnudez, mientras los cafres le van arrancando los vestidos. No tenemos que movernos tan profundamente en el tiempo y en el espacio, para percibir el drama de los africanos. Por desgracia entre el Bernesga y el Torío lo solemos tropezar. Nunca mejor dicho por lo que voy a decir. Suelo ir de vez en cuando al mercado de la Plaza de Colón. Por esta vez compro poca cosa: un par de escarolas, acelgas, espinacas y alguna fruta. De retirada, un inconmensurable negro, oscuro como un enigma y reluciente como la brea, incita con mirada bovina hacia un sembrado de fundas extendidas a sus pies sobre una manta raída. Contienen CD y DVD con las músicas y películas del momento: «Una, 4 euros; dos, 7; tres, 10», dicho en afro-español entendible. Dudo, pero finalmente decido llevarme tres. Seguramente no le llene el estómago, pero ayuda. Con una mano sostengo las bolsas y los discos, mientras la otra la empleo para extraer los euros de la cartera. En el instante que tiro de dos billetes de cinco euros, oigo un ruido extraño a mis pies. Elevo la mirada y una manta vuela por el aire. El negro ya la tiene sobre el hombro al tiempo que escapa como un cohete. Le pierdo de vista en escasos segundos entre puestos de fruta, hortalizas, calzado y ropa interior de señora a 3 euros. Un policía vestido de negro y amarillo le persigue dejando un rastro de insultos escatológicos. Quedo desconcertado sin saber qué hacer, sosteniendo las verduras y los discos en una mano, el dinero en la otra y una sensación de culpa en el alma, semejante a la que debe tener el empresario consciente de quedarse con una parte del sudor de sus operarios. Hasta que alguien me saca de mis rubores de conciencia: «Lo que ha hecho usted es fomentar la piratería». Por suerte, el interlocutor no es policía, sino probablemente un probo ciudadano para quien la piratería en este perro mundo, después de los filibusteros del Caribe, se reduce a miserables transfretanos, tal vez sobrevivientes de alguna no menos miserable patera o cayuco, con la imperiosa misión de sobrevivir. Estuve por replicarle, si no habría que premiar a los africanos por la propaganda, frente al negocio restringido con apariencia de legalidad, que paga una miseria al autor y vende el producto diez veces más de lo que vale. Pero de eso me callé. Lo que sí le dije, es que la piratería que a mí me da verdadero miedo es la que se hace con los dineros autonómicos, como los que se dan generosamente a las empresas nacionales o multinacionales para que recalen por aquí. Se evita con ello dejar al personal en la calle y al gobierno en la necesidad de tirar de otra parte del presupuesto. Parche. Cuando los resultados ya no son satisfactorios, los piratas levantan el campamento, largan velas y singlan las naves en busca de botín a otros lugares de promisión. Empleados y obreros se quedan entonces en la calle y, el gobierno, a socializar las pérdidas. Di varias vueltas por la plaza por si regresaba la torre de ébano. No apareció. Metí las tres fundas en la bolsa de las hortalizas y me fui a casa con la esperanza de que al doblar cualquier esquina surgiese el pobre diablo que tan amargo sabor me había dejado en las papilas de la conciencia. Pero, para mi desgracia, no lo he vuelto a ver. Los negros son todos iguales. Algún xenófobo y racista ha propuesto que el mejor modo de ubicar a los africanos en España es repoblar con ellos la árida comarca aragonesa de Los Monegros.