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Publicado por
FEDERICO ABASCAL
León

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AL PEDIR anteayer perdón por «las limitaciones y los pecados» que pudo haber cometido la Iglesia española en «otros momentos», claramente referidos a la II República y a nuestra guerra incivil, el presidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Blázquez, no sólo habría causado cierta incomodidad en las jerarquías eclesiales que más directamente dirigen la comunidad católica sino también cierta sorpresa en una sociedad que no había percibido nunca un gesto de arrepentimiento en sus autoridades religiosas. En ocasiones basta, sobre todo si han pasado más de setenta años de aquellos momentos, con un reconocimiento no exageradamente condolido de culpa y un «propósito de enmienda», con «cambio de actitud». Pero da la impresión de que monseñor Blázquez, a pesar de su dignidad presidencial del Episcopado, habla en su propio nombre, y en el algunos de sus hermanos en la fe, pero no en el de toda la cúpula eclesial, de la que no habría recibido durante su mandato especiales muestras de acatamiento o aceptación. Lo cual refleja la complejidad de las organizaciones humanas, en las cuales algunas minorías suelen erigirse en timoneles exclusivos del colectivo, mediante la adaptación de las circunstancias a sus convicciones. Sucede en los países, con la afloración frecuente de tiranos, dictadores o fuertes núcleos de presión dominante, y en muestras sociales más pequeñas, desde equipos de fútbol a corporaciones bancarias. A Izquierda Unida no le ha bastado el perdón solicitado por Blázquez y exige que la Iglesia hinque la rodilla y se dé golpes de pecho o, al menos, eso parece que ayer pedía Gaspar Llamazares. Pero como estamos en un tema especialmente vinculado a una creencia religiosa, es lícito adelantar desde la perspectiva de esa creencia que la misericordia humana, incluida la de IU, es notablemente más pequeña o infinitamente más pequeña que la misericordia de Dios. Por lo que el arrepentimiento de Ricardo Blázquez ha surtido el efecto pretendido, que no sería otro que el de haber recibido el perdón. La Iglesia debía a la sociedad española en general, y a sus fieles, un reconocimiento de culpa por, entre otras razones, la de que Jesús de Nazaret nunca mandó matar a nadie, y si mucho se ha matado después en su nombre, incluso ente cristianos, un deber primordial del creyente en Jesús sería no sólo el de no matar sino también el de no alentar o justificar las muertes por represión política, y hasta con la obligación adosada de pedir clemencia al represor, por muchas ventaja so beneficios que esa petición supusiera. Falta saber ahora cómo los dirigentes eclesiales del día a día, o del año tras año (desde ya tiempo), van a interpretar en la práctica el perdón que Blázquez, en la etapa final de su mandato, ha pedido. En el campo de la memoria, histórica por supuesto, sería justo que a la beatificación de tantos mártires en la guerra cainita que la Iglesia calificó de «cruzada» acompañara o no se entorpeciera con argumento de falsa piedad la restitución del honor que tantos muertos en la otra trinchera o las otras cunetas merecen. A Ricardo Blázquez sólo me apetece decirle: Gracias, monseñor.