NUBES Y CLAROS
Teleirrealidad
CONFIESO QUE ME horrorizan. Las telerrealidades en sus múltiples facetas me sacan de quicio, no le veo la gracia a contemplar repantingada en el sillón las lágrimas ajenas por las alegrías de los reencuentros familiares, las penas de las diferencias irreconciliables, las pobres gentes titubeando ante una sorpresa que quizá no era lo que esperaban,... Aunque entonces me pregunto, también es verdad, a qué creen que van a un programa de este tipo. Me disgustan especialmente porque, muy a mi pesar, me producen reacciones empáticas. Lloro a moco tendido por dramones más o menos intensos que ni me van ni me vienen, y no puedo evitar el hipo lloricón, bien embadurnado de vergüenza ajena, cuando eso de los abrazos y sollozos y el «ay, ay, ay» agudo que gallea entre los achuchones arropados por el paciente público que asiste a estos seriales. Soy consciente, además, del peligro público que suponen estos programones de emociones fuertes y sensiblerías blanditas. Ahí está el caso de mi tía abuela, que un buen día decidió que no salía más de casa porque las cosas se ponían bravas (parejas besándose y magreándose sin pudor por las esquinas, ¡hasta dónde vamos a llegar!) y se abonó al canal satélite. Absorbida por Galavisión (allí la telerrealidad llega a límites subrealistas), acabó creyendo que el mundo era tal y como vomitaba aquella pantalla. El asesinato de Svetlana no es culpa de las televisiones, sino de quien la apuñaló. Pero deja claro que hay asuntos con los que no se puede frivolizar. Nadie puede saber si un maltratador, incluso quien no haya levantado la mano nunca, puede matar. Pero se escapa de toda lógica que mientras las campañas animan desesperadamente la denuncia, la televisión acune acercamientos indeseados. El perdón no es siempre la mejor opción, aunque sea la que más venda.