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Publicado por
VALENTÍ PUIG
León

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ESPAÑA ENCABEZA la Unión Europea en consumo de cocaína, si es que estas mediciones son del todo creíbles. También consumimos con ventaja la droga cannabis. No sabemos lo que le ha ocurrido a la sociedad española en los últimos años pero de repente parece como si descubrieramos la violencia -la doméstica, por ejemplo-, el alcohol y la droga, además de costumbres sexuales que están en las antípodas de lo que se consideraba la España tradicional, apalancada por la fuerza inmensa de un catolicismo todavía hoy considerado inquisitorial. No somos una sociedad inestable pero sí con síntomas de estabilidad precaria. Los virtuosos de la izquierda dan la culpa de todo al consumismo que es consecuencia del capitalismo. Pero también algo tendrá que ver en todo eso la contracultura de los años sesenta, tan asumida por la generación que hoy gobierna en España. En realidad, la idea de que la economía de mercado destruye implacablemente los valores del pasado es del todo incierta. Incluso el libre mercado aunque sea paradójico -como decía Hayek- opera en su mejor sentido en sociedades con vínculos tradicionales. Lo que si puede haber sucedido que el ritmo de crecimiento económico no iba a la par con la sedimentación de valores cohesivos. Los sociólogos hablan de una España que a veces parece querer vivir en en un estado de transición permanente. Lo que distingue la idea de conservar del atavismo inmovilista es la aproximación selectiva a la tradición. El añejo concepto de tradicionalismo cede paso a la experiencia de continuidad, al continuum de lo que nos enseñan el pasado y el presente para encarar el futuro. Frente al molde racionalista, la Historia como experiencia del pasado aporta lecciones más amoldables a los problemas y crisis del presente que un sistema ideológico abstracto. La huella jacobina en la historia europea demuestra la obsesión uniformista del lecho de Procusto, hasta llegar a la guillotina como «última ratio». La primacía de la experiencia sobre la abstracción es el método natural para evitar las revoluciones que inluctablemente desembocan en el terror y el orden totalitario. La contraposición entre comunidad y sociedad de masas viene ya del siglo XIX: participa en un sentido de la nostalgia, la nostalgia de la comunidad perdida que a a veces ha sido un prisma de lo utópico. En la globalización reaparecen multiplicados al infinito los factores de desarraigo que desvinculan a los individuos de su vecindad tradicional, de formas religiosas o compromisos familiares. Decrece la presencia de la comunidad. Pero, ¿de forma tan acentuada como temen los comunitaristas? Atomización y anomia dejan huellas en el quehacer social de todos los días pero ¿hasta el punto de una aniquilación irreversibles de la comunidad? Tocqueville vio como las masas entraban en escena como un torrente, captó el riesgo de un despotismo nutrido por el protagonismo del hombre-masa, el poder extralimitado de las mayorías y la tentación igualitaria. Sospechó que eso iba a afectar los modos de la libertad. Al escribir su Historia de Europa en el siglo XIX , Croce dice que la clase media no es una clase económica, sino que se yergue y alza sobre todas las clases económicas com principal representante de los valores espirituales, medidora por ello, armonizadora e integradora de las demás clases económicas, ya estén en lucha o de acuerdo. Las clases medias sin diversas y permeables, con capacidad integradora y de transacción. En sus fases históricas más animosas han representado la mejor dinámica de las sociedades europeas. Lo hemos visto sobradamente en España donde la política no siempre abunda en espíritu de conciliación. En esa España que va por delante del resto de Europa en comsumo de cocaína toda aportación de estabilidad es de provecho general. No está de más que las clases medias entren con buen pié en el siglo XXI.

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