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Publicado por
ROBERTO BLANCO VALDÉS
León

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¿PERO PUEDE haber alguien todavía que reivindique el legado estremecedor de los fascismos? Eso parece, aunque sólo hay que ver los tipos humanos que, bajo esa inicua bandera, han salido en estos días a la calle con toda su parafernalia militar, para comprobar que estamos en presencia de la misma masa necia e inculta que formó en los años treinta las cuadrillas de matones de los camisas pardas alemanes. Lion Feuchtwanger las describió de un modo magistral en Los hermanos Oppermann, la primera novela europea sobre el ascenso del nazismo. Allí desveló el gran escritor judío alemán el origen social de esos sujetos que luego formaron la columna vertebral del terrorismo hitleriano: las capas más humildes de la sociedad -las que hablaban un alemán de analfabetos- transformadas por el virus nacionalista en pura escoria criminal. Si estos fascistas de opereta que ahora se pasean por las calles de Madrid y de otras ciudades epañoles supieran algo más que como se hace el calimocho, se corta uno el pelo al cero o se forra una porra de metal, probablemente retornarían avergonzados a su casa a pedir perdón a su conciencia por haber andado por ahí defendiendo como tontos una de las páginas mas negras de la historia. Lo de los llamados antifascistas, que han competido esta semana en brutalidad con los fascistas, es del todo diferente. Y no porque los sujetos sean muy distintos, ni sus hábitos de marcha diferentes, pues atacar al que discrepa, apedrear la emisora que se percibe como hostil, disfrazarse de matasiete o liarse a golpes con la policía que defiende la paz pública de un Estado democrático, es, en realidad, puro fascismo, sea cual sea el banderín de enganche de todos esos bravucones. No, la diferencia no está en que estos antifascistas se comporten de un modo diferente a los fascistas a los que dicen combatir, sino en que los primeros han incurrido en una apropiación indebida que no debería tolerárseles: la de usurpar, y pretender malbaratar, una de las causas más nobles que ha dado el siglo XX. Porque, más allá de toda mixtificación, que también aquí la ha habido (convirtiendo a todos los antifascistas en demócratas, lo que muchos estaban lejísimos de ser), la honorable lucha antifascista (la Antonio Gramsci, pudriéndose en un penal italiano; la de Simón Sánchez Montero, pasando casi dos décadas en las cárceles franquistas; la de Jorge Semprúm-Fedérico Sánchez, arriesgando la libertad en cada viaje a su país) merece un respeto colectivo que se quiebra cada vez que uno de esos modelnos red skins trata de equiparar su estupidez y su incultura a la lucha memorable de quienes perdieron la vida para que ellos puedan jugar ahora a ser antifascistas.