EL MIRADOR
Cataluña y el derecho a decidir
EL NACIONALISMO catalán, que es una de las opciones ideológicas del catalanismo (en teoría, se puede ser catalanista sin ser nacionalista), siempre mantuvo su invariable y conocida dualidad desde el arranque de la autonomía, en 1980, y hasta hace poco: la coalición CiU caminó por la senda constitucional y autonomista, sin veleidades independentistas ni siquiera en los programas máximos de ambos partidos, en tanto la histórica Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) cultivaba desde las primeras elecciones autonómicas de aquel año la veta independentista. Pero la marcha de Jordi Pujol, gran estadista y líder verdaderamente carismático, de la primera línea política, ligada a la pérdida del poder por CiU desde entonces (Artur Mas ganó las elecciones al parlamento de Cataluña de 2003 y 2006, pero sin poder impedir que formara gobierno el tripartito), ha generado tensiones y crisis que han provocado un deslizamiento ideológico: la competencia con los hermanos de ERC y la relativa evidencia de que los republicanos han crecido a costa de la clientela nacionalista de CiU han llevado a esta formación política a radicalizarse para disputar a Esquerra una parte de su base social independentista. La plasmación ideológica de esta deriva se produjo el martes pasado, con la presentación solemne por Artur Mas de la Casa común del catalanismo . En síntesis, la tesis desgranada en presencia de Pujol y de representantes de todas las formaciones políticas catalanas (excepto el PP y Ciutadans, que no formarían parte a su juicio de la familia catalanista) consiste en reivindicar el derecho a decidir. Y no exactamente -se insiste- en el sentido de reclamar la autodeterminación sino en el de abolir todas las dependencias que, a su juicio, merman las posibilidades de Cataluña de situarse como un país líder en la Europa mediterránea. Artur Mas desea, en fin, que «Cataluña decida sobre sus infraestructuras -qué aeropuertos quiere, qué carreteras, cómo ha de ser la red ferroviaria-, sobre sus impuestos y, en definitiva, sobre sus prioridades». Eso «lo ha de hacer el catalanismo o no lo hará nadie», explicó Mas en el tono mitinero que se adecua a estas exaltaciones patrias. Como corresponde al caso, el discurso está lleno de matices que han permitido al socio democristiano de Mas negar cualquier heterodoxia: «Léanse la conferencia de Artur Mas -protestaba Duran i Lleida en Madrid el jueves pasado ante los periodistas- y verán que él nunca habló del derecho a decidir como el derecho a la autodeterminación y por tanto a decidir si quieres estar en España o no»; en definitiva, el derecho a decidir no estaría vinculado a la independencia. El nacionalismo moderado catalán comienza así un peligroso y delicado trayecto, del que este país ya tiene la dilatada experiencia vasca y que consiste en un utilizar la tesis de la independencia como argumento de presión o, si se quiere, de chantaje. Si las instituciones del Estado no acceden a las pretensiones periféricas, sean o no razonables, se exhibe el oportuno victimismo, preámbulo de la ruptura y la defección. Y si éste no conmueve suficientemente, se agita el muñeco secesionista. Ésta es la situación, y lo grave del caso es que la experiencia demuestra que no hay forma de reducirla políticamente. En cuanto el nacionalismo exhibe sus impulsos románticos y particularistas, ya no cabe un debate racional. La única arma frente a estos desmanes la tiene el electorado: castigar los excesos en las urnas. Pero tampoco esta solución es demasiado funcional porque los demás partidos, los supuestamente no nacionalistas, no suelen estar a la altura del reto que se les plantea y que deberían afrontar con decisión y claridad, Y así, el nacionalismo se convierte en un virus que todo lo infecta, que deteriora la política y que aleja -como sucede claramente en Cataluña- a los ciudadanos hastiados de una política cada vez más mediocre y decepcionante .