HISTORIAS DEL REINO
Violencia
CADA VEZ resultan más cotidianos los casos de acoso a chicos tímidos o buenos estudiantes a los que sus compañeros, educados en la soledad infantil de la Play Station o en la guardería del desarraigo familiar, acosan hasta el suicidio o la orgía de la sangre grabada en el móvil última generación regalo del padre que paga los vicios pero no ampara las necesidades y carencias de afecto. Sumamos a ello, desafortunadamente con cada vez mayor frecuencia, los ejemplos de profesores vejados por alumnos, golpeados en su honor por gamberretes de media bofetada intelectual. La pertenencia al gremio docente me permite, como a tantos, conocer con nombre y apellidos a los amigos que han padecido en sus carnes esta situación. Y es que los profesores tiempo ha que han dejado de ser referentes morales, figuras de autoridad y respeto para sus pupilos para convertirse en cristianos arrojados a los leones de la chiquillería a la que, además, no se puede reprender por si acaso les causas un trauma. Secundaria se ha transformado en tierra sin ley en muchos casos. Campa a sus anchas el salvaje, se proclama victorioso el mediocre, triunfa entre rugidos de turiferarios el bestia que igual maneja la cachiporra que el grito ancestral de «ug, ug», tal es su capacidad dialéctica. Agresiones diarias, insultos, mofa, grabadas en teléfonos, vertidas en internet, transferidas a You Tube. Las conclusiones de algunos informes sobre violencia en las aulas alarman: 2 de cada 3 profesores ha sufrido algún tipo de ataque físico o verbal. La angustia, la depresión el estrés forman parte de la panoplia de enfermedades asociadas a una profesión que, antaño, fue sinó nimo de respeto y hoy lo es de impunidad para el discente y desamparo para el docente, o lo que es lo mismo: aguanta a pié firme el que enseña y se divierte con el acoso el borrico que debería aprender. Con las manos atadas, las direcciones de lo centros no pueden sino sancionar al cafre con una expulsión o amenazarle con un cambio de centro. Entretanto, el profesor, en solitario, se ve abocado a la defensa numantina. Si la represión nunca enseñó salvo a odiar al represor, la educación en valores debería devolver la gracia del respeto y la administración adquirir el compromiso de transformar al docente en autoridad en las aulas, con lo que ello implicaría para los unos y los otros. Parece que regresásemos al Medioevo, pero no al de las Catedrales o los Fueros, ni al de las Cortes, sino al del Feudalismo salvaje en el que la violencia se convierte en salvaguarda de vida. Se asemeja, desafortunadamente, porque entonces y ahora existía una juventud condenada a buscar nuevas experiencias y emociones fuertes que llenasen su vacío de afecto y de futuro. En el siglo XII aún les restaban las Cruzadas y las persecuciones a los herejes para descargar adrenalina a los quince y a los veinte, hoy han de canalizar su fuerza a través del navajazo, el puño americano o los insultos. Tal vez en los planes docentes convendría introducir «Defensa personal» como asignatura troncal y dejarse de tanta matemática, lengua o historia que a nada conducen, salvo a enriquecer el espíritu. De verdad, qué triste herencia dejamos a nuestros hijos¿