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FERNANDO ONEGA
León

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HACE TRES AÑOS, cuando se celebró el día de la Constitución por primera vez con Zapatero como presidente del Gobierno, todos los medios expedíamos un certificado: era la última celebración con el texto vigente. El fácil pronóstico se hizo imposible, por falta de condiciones para la reforma. Sólo hubo un punto de acuerdo, que era el referente a la sucesión en la Jefatura del Estado. Y, como no era prudente abrir un debate que alguien podría aprovechar para someter a referéndum la Monarquía, el proyecto, anunciado por Zapatero en su investidura, siguió el mismo camino que otras hermosas promesas: el del aparcamiento. Ahora que acaba la Legislatura y todos soñamos que en la próxima no habrá más que abrazos, arrumacos y escenas del sofá en La Moncloa, otra vez se vuelve a soñar con la reforma. Y lo que son las cosas: hemos pasado de la duda razonable de la necesidad de cambiarla a la convicción absoluta de que es necesario cambiarla. ¿En qué? Pues ahí está el problema. El Partido Popular, que es el último en subirse al carro reformista, cree que hay que embridar los bueyes autonómicos, que huyen desbocados del control del Estado. Pero, si quienes hablan son los nacionalistas, lo que quieren es abrir la ley de leyes al federalismo, el estado plurinacional o sabe Dios qué nuevos horizontes, entre los que no cabría descartar la mismísima forma de gobierno. Zapatero, que hizo en su día una propuesta de poca chicha y escasa limoná, opta por un cauteloso silencio. ¿Qué tenemos, por tanto, de momento? Un estado de opinión que se está creando, pero poca o nula coincidencia del punto de llegada. Sólo hay propuestas de partido, que, como su propio origen sugiere, tienen intención partidaria. La del PP, que es la más detallada, ni siquiera podrá ser mantenida por Rajoy en su discurso de investidura, salvo que obtenga mayoría absoluta, porque, con esas ideas estatales, no le dará su voto ni Coalición Canaria. No digamos Convergencia i Unió, que se está divirtiendo con su nuevo juego del soberanismo y el conflicto con España. Ante tal estado de la cuestión, este cronista saca tímidamente su libro de las cautelas, para hacer con la misma timidez dos modestas recomendaciones. Primera: antes de engatusarnos a todos con la necesidad de reformar la Constitución, piensen en qué es necesaria tal reforma, que no hay acuerdo ni mucho menos. Y segunda: si el principal objetivo es resolver el desajuste territorial, piénsese dónde está localizado. Con ese mapa delante, no intenten otra Loapa entre el PP y el PSOE. Imponer una fórmula territorial sin contar con los nacionalismos o contra los nacionalismos, es tentador, pero absurdo: sería agravar el problema, no darle solución.

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