Diario de León
Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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CUALQUIER observador experimentado de la realidad de este país desde cualquier atalaya periodística o de otra índole habrá advertido probablemente el desafecto que la sociedad civil experimenta de manera creciente hacia la superestructura política. Las señales de tal decaimiento son evidentes y han ido haciéndose manifiestas en torno a episodios concretos. Así por ejemplo, la sociedad catalana desarrolló crecientes sensaciones de escepticismo y perplejidad a medida que su clase dirigente fue protagonizando durante muchos meses aquel frondoso disparate estatutario, que finalmente hubo que podar drásticamente hasta reducirlo a términos manejables en medio de una colosal e inútil disputa que enrareció la convivencia, dividió a los catalanes, generó recelos entre Cataluña y el resto del Estado... y desembocó en un logro cuanto menos controvertido. Aquella misma clase política balbuciente y endogámica que escenificó el bodrio estatutario tanto en Cataluña como en Madrid fue -es- la misma que ha generado el caos de las infraestructuras y el ulterior peloteo de responsabilidades. No es extraño que los catalanes hayan alcanzado máximos abstencionistas en las últimas consultas, ni que proliferen movimientos e iniciativas antisistema, generalmente independentistas, algunas genuinas, otras oportunistas. En el conjunto del Estado, la profunda desafección social proviene sobre todo de la indecorosa confrontación que mantienen los principales partidos, tan radicalmente enfrentados que han utilizado este dramático problema como arma arrojadiza para debilitarse recíprocamente. Los síntomas son claros: desde que, al hilo del proceso de paz y de la teoría de la conspiración, la oposición política optó por hacer del terrorismo el leitmotiv parlamentario de la legislatura, las movilizaciones urgidas por las víctimas contra el gobierno consiguen el apoyo masivo de un sector ideológico muy concreto, pero cuando, con los cadáveres de las víctimas de cuerpo presente, los partidos no se atreven a exhibir sus estratégicas discrepancias y ensayan un remedo de unidad, no logran credibilidad alguna y la respuesta a estas convocatorias unitarias es tan gélida como exigua... Lo grave del caso es que este espectáculo detestable, que engendra, con la desafección, un rechazo de la sociedad hacia la política perfectamente comparable al de los tiempos del franquismo -tampoco la política merecía entonces aprecio alguno-, no parece preocupar ni a la clase dirigente ni -y esto es más grave- al mundo intelectual, seriamente invertebrado en el aquí y el ahora españoles. El jueves, durante la conmemoración de la Constitución y con un guardia civil asesinado pendiente aún de sepultura, el presidente de las Cortes llamó amargamente la atención de los presentes sobre la conveniencia de que no se reproduzca nunca más una legislatura tan dura y tan ruda como la que está a punto de concluir. Nadie se inmutó, y aunque las muertes últimas han rebajado el tono del debate, poco después Rajoy y Zapatero se mantenían asidos a las argollas argumentales que les sirven para mantener viva la llama de la confrontación. Rajoy, en concreto, tuvo la humorada de afirmar ante los periodistas que la regañina de Marín no se dirigía a él. No tendría sentido hacer previsiones apocalípticas a partir de la situación actual porque nada grave va a ocurrir realmente: por fortuna, la sociedad civil funciona sola y a buen ritmo, a pesar del lastre y de la incompetencia de sus dirigentes políticos. Pero no es bueno que la realidad sea la que es porque sí existen damnificados: cuando el Estado no es capaz de cumplir cabalmente su función, son los más desfavorecidos quienes sufren las consecuencias. Y cuando fallan las instituciones, es siempre más difícil avanzar colectivamente hacia la modernidad. No es, pues, irrelevante la dejación de responsabilidad de quienes abdican de su teóricamente elevada función al frente del país.

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