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Publicado por
JAIME LOBO ASENJO
León

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SEGÚN el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, «insultar» es ofender a uno, provocándolo e irritándolo con palabras o acciones», siendo el insulto más frecuente, el verbal, con una calificación negativa del oyente. Pues bien, nuestra democracia, nuestra vida política, desde la transición a nuestros días, está llena de insultos al adversario, parece como si insultar fuera un mal necesario e imprescindible, todos los partidos, sin excepción, lo han hecho y en los últimos tiempos, con la vida pública radicalizada, más que nunca. Yo, hoy aquí, quiero manifestarme contra la descalificación y el insulto por sistema, pues la descalificación no puede ser un programa ni el insulto un argumento. Como diría Stuart Mill, «atribuir al adversario político intenciones inmorales o ilícitas, puede ser algo profundamente antidemocrático». No puedo estar más de acuerdo. El insulto como arma política sustitutiva del razonamiento, reduce el lenguaje a su más baja significación, y coincidente con esto, Jaime García Añoveros, asegura que «el insulto en política es un instrumento antidemocrático. Su uso y abuso en una democracia en libertad, tiende a ser deseducador en hábitos de convivencia». A mi juicio, el problema reside, en que los ciudadanos en general, de una u otra ideología, suelen reír la «gracias». Así, si el día en que Alfonso Guerra, uno de los más famosos insultadores del panorama político español, llamó al Presidente Suárez, «tahúr del Missisipi», «caperucita roja vestida de Carlos IV» a Soledad Becerril, «víbora con cataratas» a Tierno Galván y últimamente «Bambi» a ZP o cuando González llamó «gusanos goebelsianos» a los periodistas que le criticaban, todos hubiéramos reaccionado en contra, incluidos muchos medios de comunicación, a los que estos insultos les parecen frases ingeniosas, otro gallo nos cantara, pues a mi juicio, deben ser afeadas todas las conductas, no sólo algunas, de quienes descalifican o insultan y no argumentan. Así, no hace mucho que José Blanco, secretario de Organización del PSOE, llamó canalla a Mariano Rajoy, al tiempo que le decía que el PSOE no insultaba, y no está lejos el día en que ZP llamó a Rajoy «patriota de hojalata» y éste a su vez replicó al presidente diciéndole que era un «bobo solemne», y no podemos olvidar que González dijo que Julio Anguita y Aznar «eran una misma mierda» o a José Bono, que llamó gilipollas a Tony Blair. Podríamos seguir este florilegio de insultos con los de Herrero de Miñón dirigidos a Fraga o los de Arzallus lanzados a troche y moche. En la última legislatura de Aznar y con la guerra de Irak, como pretexto, las descalificaciones políticas, los insultos e improperios, yo los he sufrido en carne propia, alcanzaron su punto álgido. El calificativo de «asesinos» dirigido a los dirigentes del PP por parte de la izquierda era diario y mejor olvidar lo ocurrido el día de reflexión en las elecciones de marzo de 2004. Y estos tres últimos años, que dicen han sido los de la crispación, que algunos quieren atribuir al PP, a la Cope, a Pedro J., etcétera, también han sido pródigos en insultos, de forma especial los últimos meses y las últimas semanas y no todos son atribuibles a políticos. Todos recordamos a Carlos López Aguilar, fontanero del ministro Caldera, que firma sus escritos como «zorroloco», hermano del ex ministro de Justicia, quien en febrero del 2006, y refiriéndose a Francisco José Alcaraz, presidente de la Asociación de Víctimas de Terrorismo, decía: «es un infame tarado de la venganza talibán. A mí nadie me quita de la cabeza que a este tío le tocó la lotería cuando mataron a su hermano». Juan Luis Cebrián, directivo del diario El País , el 29 de abril de 2004, refiriéndose a José María Aznar, decía: «es un fascista sociológico, hombre mediocre, un bandolero». (Lo dicho por el alcalde de Vega de Infanzones, hace días, en referencia a ZP, en comparación, es una jaculatoria). Calentito, calentito, el último 6 de diciembre, también en El País , llamaban a Federico Jiménez Losantos, «bestia, chiflado, miserable, lunático, tosco demagogo y viperino calumniador» y no hace mucho el cantante Víctor Manuel, en un acto en el que recibía un homenaje del Principado de Asturias, llamó «hijo de puta» al portavoz de la Conferencia Episcopal quien había criticado la política de familia del Gobierno socialista. Podíamos seguir, pero es mejor dejarlo. El aún presidente de las Cortes, Manuel Marín, en su discurso el día de la Constitución, llamaba a las fuerzas políticas a defender sus legítimos planteamientos sin ofender al adversario. Creo que por desgracia, sus esfuerzos son vanos ya que cualquier palabra puede servir para insultar y sin la moderación y educación de los actores políticos, poco cabe esperar, pues como dicen los hispanos, «el que nace barrigón es inútil que lo fajen». Desgraciadamente, vemos como los insultos invaden la vida política española y aún cuando no debería ser así, parecen inevitables, si los responsables políticos no están dispuestos a sustituirlos por el entendimiento para intentar resolver los problemas comunes, problemas que deberían ser también los suyos. Es preciso aprender a hablarnos e incluso a enfrentarnos cuando haga falta.