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Publicado por
MARÍA DOLORES ROJO
León

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A PESAR de la gravedad de nuestro consabido cambio climático, aún permanecemos inmóviles en gran medida. El asunto es grave. Tenemos ante nuestros ojos la paulatina muerte y destrucción del planeta por un exceso de temperatura y parece no afectarnos en absoluto. Es mucho menos costoso y más tranquilizador no darse por enterado. No deja de ser extraña esta postura, demasiado extendida tanto entre la población como entre los responsables de políticas medioambientales, a pesar de los debates interminables sobre el nefasto efecto invernadero por la sobredosis de CO2 sobre la atmósfera. Pero no sólo causa rareza este inmovilismo sino también sorpresa. Hoy en día, es impensable no atender nuestra vivienda particular. Que ningún daño se produzca en ella porque allí acudimos solícitos para resolverlo al instante. No toleramos goteras, desconchones, puertas que no cierran, bisagras que chillen, luces fundidas, grifos que goteen ni ningún tipo de incidente que provoque menoscabo de nuestra envoltura habitable inmediata. Sin embargo, hacemos caso omiso a las alarmas continuas de los desastres naturales si es que estos no nos afectan directamente. Hasta este punto estamos llevando la deshumanización del espacio humano. Sabemos que los casquetes polares se están derritiendo, y pensamos que se tratará de un proceso milenario que no nos tocará sufrir a nosotros; que aumenta el nivel del mar, y sigue sin sacudirnos esta información puesto que imaginamos que lo hará en tan pequeñas proporciones que tampoco llegaremos a verlo; que la temperatura media global ha subido 0,95ºC en Europa (en España 1,5ºC) y no nos sentimos urgidos por ello puesto que apenas se nota y de este modo vamos rechazando cualquier dato cuantitativo que cae en nuestras manos pero no en nuestras conciencias. Los científicos prevén que a finales de este siglo la temperatura media global aumentará entre 1,4ºC y 5,8ºC (datos del Panel Intergubernamental sobre cambio climático IPCC), añadiendo la urgente necesidad de controlar este aumento de la fiebre de la tierra si no queremos que enferme definitivamente y muera. Las causas son variadas pero sobre todas ellas, dos se erigen en avanzadilla de la devastación. La quema de combustibles fósiles y la deforestación. Desgraciadamente todos somos culpables. Los países ricos porque consumen un importante volumen de energía basado en el uso intensivo del petróleo, carbón o gas natural y los países pobres porque se ven obligados a quemar sus bosques para transformarlos en campos de cultivo, lo que sin duda reviste un doble perjuicio: las enormes cantidades de CO2 lanzadas a la atmósfera en la combustión de la madera y la pérdida de masa forestal capaz de absorber el dióxido de carbono que emitimos los humanos, cada vez en mayor número (antes de la revolución industrial solamente había 500 millones de seres en el planeta y hoy somos más de 6.500 millones). La culpa de los países pobres es resultado de la falta de opciones para seguir viviendo y añade una carga aún mayor para los desarrollados por cuanto éstos deberían de preocuparse por destinar recursos y ayudas hacia los países en desarrollo para que logren mejores condiciones de vida sin tanto coste medioambiental. Cada uno de nosotros somos testigos de los efectos del cambio en el clima. Las personas que hoy pueden recordar los inviernos de hace 40 años, aquí en León, rápidamente traerán a su memoria las heladas, nieves y fríos amaneceres con los que nuestra ciudad y su campo se despertaba en estas fechas. Los veranos igualmente han perdido su intenso calor, aquel que obligadamente terminaba en las tardes de esa estación provocando inmensas tormentas de trazado rápido y ejecución inmediata. Aún puedo recordar aquella que logró incendiar la catedral mientras se oficiaba la misa la tarde del 27 de mayo de 1966. Es fácil, por otro lado, observar nuestras costas levantinas y los desastres acuíferos a los que vienen siendo sometidas. Sin ser científicos especialistas ni deambular por las altas esferas de la ciencia climática nos damos cuenta de que todo ha cambiado. Pero lo que sigue siendo inmovilista, cómoda e irresponsable es nuestra conciencia de habitantes de la tierra. Y me remito al simbólico apagón del 15 de noviembre, al que apenas nadie hicimos caso. Ni siquiera colaboramos en un alegórico acto de manifestación en el que quede patente que efectivamente estamos preocupados y sobre todo dispuestos a «hacer algo» por el deterioro de la gran casa de todos. Somos los humanos que nos ha tocado vivir este momento histórico y biogenético los que tenemos la responsabilidad de cuidar de lo que se nos ha dado para crecer y vivir junto a nuestro cuerpo; los que debemos comprometernos a salvar a la tierra de la enfermedad que amenaza su vida con el objetivo de la pervivencia del planeta para nuestros hijos, los hijos de ellos y todas las generaciones que la poblarán en lo sucesivo y que arrancarán del punto en el que ahora nos encontramos. Elevada tarea si fuésemos capaces de comprender su alcance. Apelar a las conciencias individuales parece más operativo que hacerlo a las globales, que con demasiada frecuencia tienden a perderse en las siglas bajo las que se esconden. Todos y cada uno podemos hacer algo. Cada uno de nosotros colaboramos con el calentamiento pero también cada uno podemos ser parte de la solución, como asegura Al Gore. Y es que la colaboración pasa por gestos de ahorro de energía que nos vendrán muy bien para nuestra economía particular pero mucho mejor aún para frenar la fiebre de la tierra. Utilizar bombillas de bajo consumo, comprar electrodomésticos de la clase A, moderar temperaturas de aires acondicionados y calefacciones, desconectar los aparatos eléctricos (evitando el stand by que consume 15% de electricidad), apagando la pantalla del ordenador durante los períodos cortos que no se use, usar la olla exprés, utilizar transporte público, caminar en distancias cortas, etc... Lo lamentable de la enfermedad de la tierra es su causa. La naturaleza está en equilibrio. Los animales viven en armonía, o al menos en la concordia que concede la selección natural que permite dicha sintonía. Pero los humanos no hemos aprendido a vivir así. Continuamos destruyéndonos y acabando con todo lo que nos rodea. No hay armonía ni concierto en nuestra forma de vida que cada vez más dista de la natural. La naturaleza es energía, vida y restauración; ciclo que mantiene la avenencia del planeta. Es triste pensar que si está aquejado de muerte es por nuestra insensata culpa. Nos dedicamos a destruir. Destruimos la naturaleza, destruimos la vida en ella y dentro de poco nos destruiremos a nosotros mismos, siendo solamente leyenda. Ocurrirá, si no logramos pararnos, reflexionar y actuar, sin embargo, que la naturaleza y las plantas sobrevivirán, pero nosotros débiles seres donde los haya, no. El mensaje es claro y nos implica directamente. No se trata solamente de los debates políticos de altas cumbres internacionales, aunque también, sino de lograr restablecer el necesario equilibrio para poder asegurar la casa de nuestros hijos y las generaciones que a partir de nosotros nos sucedan. Ponerle nombre y rostro a cada intento de salvar la enfermedad de la tierra sólo depende de nosotros. No es pedir demasiado si consideramos que hemos sido los causantes de su malestar y que seremos los directos afectados si de manera violenta se le ocurre rugir con su demoledora forma de demostrarnos que frente a ella, no somos nada.

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