Diario de León

TRIBUNA

Obligada felicidad en Navidad

Publicado por
MARÍA DOLORES ROJO LÓPEZ
León

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EL TIEMPO que la sociedad dedica a la Navidad llega cada vez antes. Nos vemos, en estas fechas, envueltos en luces de colores, brillos de envoltorios, sonidos de zambomba y adornos que se desperezan cansados en escaparates, calles, lugares públicos o viviendas privadas. Todos estamos en este torbellino de dislocadas idas y venidas en las que caemos sin reflexionar lo más mínimo. Y es que la prisa se instala en nosotros como si fuésemos parte de una competición en cascada para llegar los primeros a comprar lo que apenas nos hace falta o como máximo, ni más ni menos que a lo largo del año. Pero la sociedad consumista e irreverente comienza a anticiparnos la llegada de este tiempo ya desde el verano cuando vemos, no sin asombro, los primeros décimos de lotería reclamando la primogenitura de aquellos compradores avispados que echan mano de la suerte antes que nadie. Y es que nos guste o no, como todo lo que se estipula la tradición, llega sin remedio. Ni que decir tiene que la Navidad no es para todos igual. Ni siquiera lo es para los que se circunscriben en el mismo entorno. Muchos quisieran cerrar los ojos y dar un salto en el calendario para instalarse en medio del mes de enero, a pesar de su mala fama por lo inclinado de su cuesta. Pero ciertamente si la Navidad no existiese caminaríamos por el primer mes del año, gozosos de estrenar un nuevo tiempo en el calendario con el que poco a poco vamos a ir vislumbrando días más largos, claros y serenos. La Navidad ha perdido su sentido religioso o al menos, para quien lo siga manteniendo, queda oculto tras la parafernalia de la fiesta, las comilonas, los encuentros, no siempre calurosos, y ese ambiente de obligada felicidad con la que debe iluminarse nuestra cara al pronunciar los deseos de rigor a cada conocido o desconocido con los que hablamos en estos días. Las pretensiones de los buenos augurios no se mantienen más allá de esa despedida rápida, para desgracia de todos. Y lo que parece perdonarse bajo el canto de los villancicos aflora de nuevo al día siguiente cuando nos levantamos sin la resaca de la borrachera de felicidad y empalago con la que solemos acostarnos las noches más señaladas. Incluso para los niños ha dejado de tener el encanto misterioso con el que celebrábamos hace tiempo ya, la llegada del niño Jesús después de salvar muchas dificultades para nacer en un pesebre. A la emoción de adorar al niño recién nacido le sustituye la exigencia de los regalos duplicados por un papá Noel que inicia el desfile de presentes restando importancia y protagonismo a los mágicos Reyes de Oriente, a los cuales sólo les queda ser los segundones en el devorador consumismo de los pequeños y también de los más grandes, que nos hemos adaptado muy rápido a la tradición americana sin suprimir la autóctona, lo cual siempre significa regalos y más regalos. Pero no tienen la culpa nuestros hijos al creer que lo único que pueden hacer estos días es recibir. Somos los padres los que comenzamos a sustituir el espíritu navideño por el gasto fácil y descuidado con el que pretendemos cubrir, aunque sea por unos días, la falta de tiempo no concedido, la amabilidad cotidiana ausente, la irascibilidad permanente derivada de la prisa diaria y esa escasa dedicación a lo que vale en la que todos nos encontramos de alguna manera. La aspiración de sentarnos a la mesa con los mejores manjares no nos deja tiempo ni lugar para pensar en quienes en ese momento, y en otros muchos, apenas comen. Tampoco la desmedida inversión en juguetes con los que los niños van a jugar muy poco por ser un generoso añadido a los ya sobrantes, sin acertar a recordar que en ese momento, y también en muchos otros, hay niños que juegan con piedras, palos y cartones en medio de campos llenos de muertos y desolación. Y ni que decir tiene la compra de prendas de vestir que no necesitamos casi nunca y que nos esperan en las rebajas que marcan el fin de las fiestas. No nos acordamos, tampoco, de quienes pasan frío estando nuestro armario tan lleno. Pero sin pretender que estas reflexiones se conviertan en un tópico más al que recurrir como descanso de la conciencia sería verdaderamente acertado escoger este tiempo navideño para, al menos, comprometernos con nosotros mismos y proponernos mejorar cualquier pequeño o gran aspecto de nuestra persona. El objetivo siempre ha de ser el mismo. Ser mejor y con ello mejorar lo que me rodea. Por mínimo que sea el esfuerzo, si está avalado por la voluntad de mejora, seguro que es válido. Y no estaría demás saber hasta donde podemos llegar probando nuestra paciencia, la capacidad de escucha, la amabilidad con los demás, el buen carácter o la tolerancia con lo que, para variar, podíamos vestir estos días. Se puede pensar que de nada sirve todo ello si solamente lo ejercitamos hasta el período del calendario que termina con el 5 de enero. ¿Han caído en la posibilidad de que alguno de los lectores que ahora leen estas líneas se sienta a gusto en esta nueva faceta y continúe el año 2008 de semejante forma?. Esa sería la verdadera grandeza de la Navidad. Son muchos los que piensan que los propósitos de cambio, los regalos, las buenas palabras y los mejores hechos no deben tener fechas concretas a las que responder como reclamo pero la experiencia nos avala cuando constatamos que si se deja al libre albedrío nunca hay tiempo ni ganas de regalar sin motivo, de cambiar sin razón aparente o de ser amables y solícitos para los más cercanos sin responder a un día de cumpleaños, un aniversario o una fecha de especial significación en las vivencias íntimas. Y es que las fechas son recordatorios de lo que la memoria olvida con facilidad en la rutina. Por esto, en las que ahora nos encontramos deben recordar algo a todos, aunque sólo sea que muchos viven un momento diferente. No necesariamente de felicidad. No necesariamente de alegría, cánticos y aleluyas . No necesariamente de encuentros y regocijos. Ni siquiera necesariamente de proyectos y anhelos para el año que comienza. Muchas veces de todo lo contrario. De ausencias ante todo. Y nada duele más que el no sentir presente a quienes ya no pueden acompañarnos en medio de gritos, algaradas, champán y programas de televisión celebrando una felicidad que debe estar en otra parte. Sin embargo la vida, siempre cíclica en todo, nos reta continuamente a resistir con valentía las embestidas de las desgracias y los sinsabores para encontrarnos más fuertes en el empeño de creernos capaces de seguir adelante. Y por ello, pasaremos una Navidad más. Tal vez diferente para aquellos que hayan perdido personas cercanas durante este año que termina o revivan con intensidad la ausencia de las perdidas en otros momentos cualesquiera. Tal vez muchos la sientan pesada y agobiante hasta el límite. Otros se zambullirán en las fiestas para olvidarse de fracasos, desilusiones, desengaños y contrariedades. Pero de todos nosotros, son las personas que sufren una grave enfermedad o aquellas que se deslizan por los tortuosos caminos de una inhumana vejez en el olvido las que tienen la última palabra y posiblemente si ellas tuviesen que pedir un regalo a los Reyes Magos pedirían el más valioso: la vida sin más, en toda su plenitud y en toda su sencillez. Los que por ahora tenemos la suerte de contar con ella de nuestro lado estamos obligados a sentirnos felices sin remedio, sea o no sea Navidad.

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