TRIBUNA
Sobre millonarios, vidrieras y topos
¿R ECUERDAN ustedes quién fue Paul Getty? ¿No? Un tipo rico, inmensamente rico. Uno de esos americanos que podrían hacer palidecer a muchos de nuestros banqueros. Si usted tiene una edad madurita, tal vez le venga a la memoria un turbio suceso en el que se vio involucrado. Allá por 1973 secuestraron a uno de sus nietos y, para obligarle a pagar el rescate, le enviaron la oreja del muchacho. Toda una barbaridad truculenta con resonancia mundial. Supongo que, como muchos leoneses, fue la primera vez que tuve noticia de este personaje. Unos años más tarde, hacia 1986, Paul Getty volvió a ser actualidad en León. En realidad lo fue de manera indirecta, pues ya había fallecido una década atrás. Getty había sido un gran amante del arte y dejó a la posterioridad una sociedad filantrópica especializada en esta materia. Ocurrió que los expertos de la fundación aparecieron por la ciudad de León. Por aquel entonces había una extraña y pasajera efervescencia sobre los ventanales de nuestro primer monumento. Los entendidos opinaban, los políticos hablaban y los periodistas informaban de lo mal que estaban aquellos cristales de colores. Visto en la distancia, casi resulta una broma. Recuerdo haber percibido (quizá erróneamente) una esperanza de que por fin se iba a arreglar todo y de que eran los muchachos del Séptimo de Caballería, es decir, los americanos de la Fundación Getty, quienes se iban a encargar de deshacer el entuerto. Miro hacia atrás y encuentro sorprendentes parecidos entre aquel León y el pueblecito de Bienvenido Mister Marshall. ¡Llegan los americanos! ¿Tú qué quieres? ¿Sólo se puede pedir una cosa? Pues apunta: yo, un arreglo de vidrieras. Los americanos vinieron, efectivamente. Se llevaron muestras de cristal y se hizo el silencio. Pasó el tiempo. El entusiasmo se apagó. Cayó el olvido. En 1990, por ejemplo, el político Luis Aznar, del CDS, preguntaba en el Senado qué había ocurrido con todo aquello. El ministro Semprún respondía que los análisis encargados por la fundación Getty habían finalizado muy recientemente y el Ministerio esperaba sus conclusiones en aquellos días, según recoge el diario de sesiones. El Séptimo de Caballería parecía un poco lento, pero no importaba si era efectivo y nos salvaba el tupé, aunque fuese en el último momento. La espera fue prolongada y, a mi modo de ver, inútil. Las vidrieras estaban mal. Eso ya lo sabíamos. Había que actuar con urgencia pues, cada año perdido, el daño era mayor. Los análisis y estudios técnicos son necesarios pero, a veces, tienen escaso resultado práctico inmediato. Me explico. Hay un tipo tirado en la calle, sangrando. Alrededor se junta un corrillo de curiosos. Le han clavado un cuchillo, dice uno. No, era una punta de hierro, apunta el segundo. Llega un tercero: yo creo que era un destornillador de cromo-vanadio. Son datos que pueden interesar a la policía, al forense, al juez. Pero, ahora mismo ¿no sería mejor dejarse de palabrería y buscar a un médico que intente curarle la herida? Aquí pasaba igual. Los deterioros de las vidrieras de todo el mundo se producen por la acción de la intemperie. Puede que en algunos sitios afecte más la suciedad, la porquería de las aves o la contaminación ambiental. Todo ello depende, además, de la meteorología local y de la propia morfología del edificio. Está muy bien determinar esos parámetros pero, si esperamos mucho tiempo, nos quedaremos sin cristal. ¡Ojo! Eso no significa actuar alocadamente. En ocasiones hay que aguardar; siempre es precisa la cautela. No se pueden hacer las restauraciones de cualquier manera, dar pasos irreversibles que luego resulten equivocados. Pero, curiosamente, en este caso se sabía qué hacer. O se debería haber sabido. Sólo hay una técnica de protección de vidrio aceptable: el doble cristal o, dicho con más propiedad, el acristalamiento isotérmico. Era sobradamente conocida en 1986 y tuve la ocasión de hacerlo constar por escrito en los medios a los que tuve acceso en aquel tiempo. Por cierto, es el método que se está utilizando en la actualidad: más vale tarde que nunca, aunque ahora el monumento esté peor que hace veinte años. Entonces, ¿cuál era el problema? El problema, que sigue estando vigente, es que nadie quiere rascarse el bolsillo y para eso lo más fácil es pasarle el muerto a otro. Y así transcurría y transcurre el tiempo. Cada año que pasa, el cristal es más delgado, más frágil y está más cerca de perderse definitivamente. Mientras, silbamos y miramos para otra parte. La fundación Paul Getty nos sirvió a todos como excusa para no hacer lo que deberíamos haber hecho, lo que no hacemos: ocuparnos de la catedral ni del resto de nuestros monumentos. Aquellos americanos no tenían ninguna obligación de mover un dedo. Bienvenido Mister Marshall en León terminó de forma parecida a la película de Berlanga. Si queremos conservar nuestras vidrieras, arreglémoslas nosotros. Ahora vamos, creo yo, en la dirección buena. Seguramente hay muchos aspectos que se pueden mejorar, pero por fin estamos aplicando un método razonable para evitar que, dentro de un siglo, sólo quede un recuerdo fotográfico de esta espléndida colección de vitrales que abarcan del siglo XIII al XIX. Hay que recalcar que la catedral es de todos, y de todos es la responsabilidad de cuidarla. Y si a usted le preocupa el aspecto económico, recuerde que los monumentos de León seguramente aportan mayor riqueza a la ciudad que cualquier empresa aquí establecida. Tenemos obras para rato y hará falta mucho dinero. Los leoneses estamos acostumbrados a ver andamios en nuestra catedral. Aceptémoslos como un mal menor necesario. Un mantenimiento imprescindible para sobrevivir: algo así como el «sintrón» de la abuela. No podemos levantar las manos al cielo porque el tiempo convierta en arena los muros y disuelva los cristales. Los monumentos son obra de las gentes y a las gentes corresponde cuidarlo. Y me gustaría acabar esto de manera parecida a como terminaba un artículo que escribí hace más de veinte años. Dice la leyenda que, cuando la catedral de León se levantaba, un topo destruía de noche lo que los obreros alzaban de día. Seguramente es mentira en sentido literal, pero sí es cierto que, de alguna manera, siempre ha existido un topo, una alimaña destructora que aún vive, que corroe la médula de todos los monumentos, que hace caer la pintura de los cuadros, que convierte en arena las esculturas, que oscurece y adelgaza las vidrieras. No lo dude: el topo somos nosotros.