EL RINCÓN
La conversión de Blair
UN BUEN DÍA, ya que eso no puede ocurrir en un día malo, ven de pronto la luz y la verdad. ¿Cómo no creer en las conversiones, después de haber visto tantas? En mi larga vida he presenciado muchas. Incluso he sido testigo de milagrosas conversiones al agnosticismo, pero ya sabemos, por Chesterton, que lo más curioso de los milagros es que ocurren. En general, las más espectaculares son las que llevan a gentes de otras creencias al catolicismo súbito ya que suele mediar alguna aparición. He conocido a algunos contemporáneos que gozaron de ese privilegio: a la sorprendente y fugaz novelista Carmen Laforet se le apareció Nuestra Señora, según tengo entendido, cuando merodeaba por la cercanías del Retiro y a mi inolvidable Gastón Baquero en Cuba. No sólo se le apareció, sino que le colocó en el Diario de la Marina. Lo de Tony Blair ha sido más laborioso. Era un secreto a voces, lo que desmiente su condición de secreto. Se dice que ya tenía tomada su respetabilísima decisión cuando decidió sumarse a la concienzuda destrucción de Irak y hay quien se pregunta cómo puede un católico, aunque todavía no tuviera el carné, ser partidario de una guerra. El decálogo, que no tiene notas a pie de página, dice eso de «no matarás». Claro que no especifica si es lícito ordenar que se mate. Lo único que hay que pedirle a Blair, una vez acogido a lo que es una fe minoritaria en el Reino Unido, es que no le de la lata a sus compatriotas. Los conversos, como todo el mundo sabe, se ponen pesadísimos. Nos quieren llevar por el buen camino a la fuerza, después de haber transitado otras rutas. Hay quien se convierte al vegetarianismo y desea convencer de que un plátano gordo es mejor que una cigala terciada. Precisamente a la hora del aperitivo.