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Publicado por
MARÍA J. MUÑIZ
León

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AL MARGEN de la utilización política de los datos de siniestralidad de tráfico, incluso al margen de la reducción del número de víctimas mortales en el último año, no hay más que salir a las carreteras, especialmente a las autovías y autopistas, para darse cuenta de que los españoles hemos recibido una inyección de prudencia. El asfalto no es ya un circuito de carreras donde casi todo estaba permitido, y salvo algún descerebrado la inmensa mayoría de los conductores estamos pendientes del cuentakilómetros. Parece que el único lenguaje que entendemos al volante es el de la sanción, pero ha dado sus frutos. Aunque a algún ex presidente achispado por los efluvios de los caldos de Ribera de Duero le den risa los carteles que sobre las carreteras advierten del número de muertos, o las impactantes campañas publicitarias (que tienen que ver, y mucho, con esta renovada prudencia), muchos hemos hecho nuestra la religión del más vale perder un minuto en la vida que la vida en un minuto. La carretera no puede dejar de cobrarse víctimas. Porque cada vez somos más al volante; porque los despistes que cien veces son un volantazo, en una ocasión acaban en accidente; porque mirar al copiloto, la radio, el tabaco o la puesta de sol supone perder de vista la carretera las milésimas de segundo suficientes como para ser sorprendidos por la tragedia. Porque el «por un día» nos puede. Porque somos frágiles. El martes, camino del periódico, me estremeció la imagen del cuerpo de un joven junto a su moto destrozada. La vida en un minuto. Un hasta luego que es un hasta siempre, objetos personales que quedan sin dueño, un «eso lo hago luego» que ya nunca encuentra el luego. La noche no es buena compañera para estas reflexiones.

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