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Publicado por
MIGUEL ÁNGEL ALEGRE MARTÍNEZ
León

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EL HIMNO nacional español se ha quedado también sin su nueva letra oficiosa. No es la primera vez que se aplicaba un texto a la Marcha granadera o Marcha real española , utilizada desde el siglo XVIII, con algunos paréntesis durante los cuales fue sustituida por el Himno de Riego (dentro del Trienio liberal de Fernando VII, o durante la Segunda República). No resulta posible profundizar ahora en las vicisitudes por las que ha atravesado nuestro himno (declarado oficialmente como tal por el Real Decreto 1560/1997 de 10 de octubre, BOE del día 11), ni en los motivos que pudieron justificar ahora la opción por una letra nueva, desdeñando la escrita por José María Pemán en 1928. Sí puede ser oportuno, en cambio, reflexionar brevemente sobre el proceso que condujo al alumbramiento del nuevo texto desvelado hace unos días; proceso que, pese a su fracaso final, puede calificarse de interesante experimento de participación ciudadana. La hoja de ruta es suficientemente conocida: ante la legítima pretensión de que el himno tuviera una letra (expresada sobre todo por deportistas que deseaban poder cantarlo al igual que sus compañeros/rivales de otros países), el Comité Olímpico Español y la Sociedad General de Autores decidieron poner en marcha una especie de concurso de ideas para elegir el texto. Se designó un jurado compuesto por seis destacados especialistas en sus respectivos campos; dicho jurado, entre los miles de propuestas recibidas, eligió una letra, de la que la prensa se hizo eco, y que habría de ser estrenada por un tenor español mundialmente reconocido. Posteriormente, sería llevada al Parlamento (junto con el aval de, al menos, quinientas mil firmas), para que fuera tramitada como iniciativa legislativa popular. Lógicamente, serían las Cortes surgidas de las elecciones del 9 de marzo, las encargadas de dotarla (o no) de un carácter oficial. Finalmente, ante el rechazo generalizado a la nueva letra, el COE decidió retirarla el pasado día 16, aunque asegurando que el proyecto «no está cerrado». En principio, desde el punto de vista democrático y participativo, poco había que objetar a este procedimiento que, en condiciones normales (es decir, si no estuviéramos en la España actual) podría haber sido más que suficiente para que un texto de origen popular, elaborado por un ciudadano de a pie, se convirtiera legítima y oficialmente en esa letra de la que el himno ha carecido durante mucho tiempo, llegando a ser aceptada y asumida por la ciudadanía como algo propio. Pero la reflexión se torna bien distinta si la trasladamos al concreto escenario en el que nos movemos, y la contrastamos con las reacciones leídas y escuchadas en los últimos días. Es entonces cuando las dudas sobre la viabilidad y conveniencia del proyecto (corroboradas por la realidad), llevaban a barruntar algunos riesgos nada desdeñables si éste hubiera seguido adelante: 1) El derivado del propio texto. Hubo práctica unanimidad al afirmar que la letra elegida era obvia, plana, llena de tópicos y lugares comunes (un ejemplo poco citado: lo de «con distinta voz y un solo corazón» recuerda al «Unida en la diversidad» que figuraba como divisa de la Unión en la malograda Constitución Europea). Parece, pues, que para este viaje no hacían falta semejantes alforjas. Ahora bien, ¿qué otra cosa esperábamos que pudiera decir la letra del himno? ¿Qué decían las demás propuestas? Es más: si una letra como esta, inane, previsible y aséptica a más no poder, despertó todo tipo de críticas, suspicacias y controversias, ¿Qué habría sucedido si en ella hubiera alusiones (más) explícitas a temas como el modelo autonómico, la diversidad lingüística, la Monarquía o la propia Constitución? 2) El cariz que podría tomar el trámite parlamentario en torno a la eventual conversión en ley de la letra del himno. Después de una legislatura tan dura y tan ruda (en palabras del presidente saliente de la Cámara Baja) como la que acaba de concluir, en la que se ha puesto en cuestión absolutamente todo, causa pavor pensar en lo que podría escucharse durante los debates. Los más que probables desvaríos de nuestros representantes podrían producir en la opinión pública un desconcierto y un desaliento con consecuencias de imprevisible y peligrosa magnitud. Está previsto que en unas semanas salga a la luz un libro titulado El himno como símbolo político , editado por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de León, que he coordinado y escrito junto con varios colegas (los profesores Brage Camazano, García Cuadrado, Jimena Quesada, Mago Bendahán, Mikunda Franco y Muñoz Arnau). Una de las conclusiones a las que allí se llega es que la falta de letra en el himno puede ser una ventaja, pues cada cual al escuchar la música puede evocar su propia idea de la nación, el Estado o el régimen, mientras que el texto siempre puede provocar cierto rechazo. Creo que de ahí puede deducirse que, si la letra del himno no genera suficiente consenso y acuerdo entre los ciudadanos, es mejor que no la tenga. No puede ser que cada nueva mayoría parlamentaria surgida de unas elecciones ponga al himno una letra a su gusto. Una hipotética solución para evitar esto sería incorporar el texto a la propia Constitución (al igual que, por ejemplo, se describe la bandera en el artículo 4). Pero para ello, por una parte, el Gobierno o las Cámaras estatales o autonómicas deberían hacer suya la propuesta (pues el artículo 166 excluye la iniciativa legislativa popular para la reforma constitucional); y por otra, si, como resultaría lógico, la letra se incorpora al título preliminar junto con las referencias a otros elementos simbólicos, la reforma tendría que ser sometida necesariamente a referéndum (artículo 168). Con ello, la letra del himno gozaría de la rigidez y la estabilidad del propio Texto constitucional, pero el remedio podría ser peor que la enfermedad si no existe sobre el texto un altísimo grado de aceptación. ¿En qué delicado lugar quedaría la Constitución (por lo demás, tantas veces incumplida y vapuleada en cuestiones mucho más graves) si el himno a ella incorporado fuese recibido con broncas y abucheos cada vez que se interpretara? Creo, entonces, que del meritorio proceso aquí descrito deben extraerse las oportunas enseñanzas, así como aprovechar lo aprovechable. Ello habría podido conseguirse manteniendo, al menos, su carácter oficioso y experimental, por supuesto sin seguir adelante con su tramitación parlamentaria. Si, con el tiempo, esta u otra letra llega a calar en la gente, es cantada y aceptada (en eventos deportivos o fuera de ellos), y llega así a convertirse en un símbolo con el que los ciudadanos nos identifiquemos, será el momento de oficializarlo, revistiéndolo del ropaje legal o, en su caso, constitucional. Mientras tanto, parece difícil que un pueblo tan diverso que resulta irreconocible, tan ávido de destacar lo que lo diferencia que ha llegado a ser incapaz de preservar lo que lo une, tan plural que ha devenido ingobernable, pueda ponerse de acuerdo en la letra de su himno, ni siquiera si ésta habla de justicia, grandeza, democracia y paz. Así somos. En este punto estamos. Hasta este punto nos han hecho llegar.