Diario de León

TRIBUNA

Bobby Fischer: la soledad del genio

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Carlos Almarza Mato
León

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EL 18 DE ENERO de 2008 el mundo del ajedrez se vio conmovido por el anuncio de la muerte del más genial y más carismático ajedrecista en la historia del milenario juego: Robert J. Fischer había fallecido en Rejkavik a los 64 años. Desde ese momento un torbellino sacudió las redacciones de todos los periódicos, estuvieron o no especializados en ajedrez. Fischer abandonaba el reino de la leyenda en el que estaba voluntariamente aislado desde 1975 y del que sólo había salido en una ocasión, en 1992 para volver a jugar contra su gran rival de 1972 Boris Spassky, y entraba directamente en la mitología. El niño, nacido en Chicago, había aprendido a jugar leyendo las instrucciones de un juego de ajedrez junto a su hermana, mientras vagaba tras su madre divorciada por los EE.UU., para terminar en Brooklin, en el efervescente ambiente ajedrecístico norteamericano de finales de los 50 y los 60 del siglo XX. Nunca conoció a su padre. Su vida es bien conocida por todos aquellos que han sucumbido a la magia inevitable de un juego cuyos orígenes se pierden en las nieblas de los siglos y ha sido glosada hasta la saciedad de modo que, aunque con partes de difícil interpretación, es aceptada por cuantos han escrito sobre él. Una carrera relativamente meteórica, nacido en 1943, en 1958 ya era Gran Maestro y Candidato al título mundial que no alcanzaría hasta 1972 después de una tormentosa carrera durante todos los años sesenta con victorias impensables, retiradas periódicas, odio por los soviéticos a los que acusaba de todo, y en ese todo estaba la que él creía conspiración personal contra él para no dejarle ser Campeón Mundial, su l legada al torneo interzonal de Palma de Mallorca en 1970 al que no tenía acceso por no haber jugado el zonal de EE.UU. pero al que llegó al cederle el puesto su compatriota el GM Benko y que ganó arrasando a todos los mejores ajedrecistas de la época para, no contento con eso, pasar por los tres encuentros de Candidatos como un tornado, destruyendo a los Grandes Maestros, el soviético Taimanov y el danés Larsen por 6-0 y barriendo al «invencible» excampeón mundial Petrosian para plantarse a las puertas de Boris Spassky, con el que tenía una cuenta pendiente pues el entonces soviético la había ganado en tres ocasiones sin sufrir derrota de parte del norteamericano: era el «Match del Siglo», el poderío de la maquinaria ajedrecista soviética, invencible desde 1948 frente al individualista estadounidense con el trasfondo de la «Guerra Fría» con Nixon y Brezhnev, jugando su particular partida sobre otro tablero donde las piezas eran personas y países, modelos económicos y regímenes políticos. Y luego de aquella batalla en el Armagedón, vinieron los años vacíos, la negativa a defender el título, el exilio autoimpuesto del que saldría en los años 90 renovando acusaciones, buscando nuevos enemigos, mostrando los síntomas de una paranoia que ya no le abandonaría hasta la su muerte. Pero esa paranoia es la señal del genio, la que convierte a todos aquellos que, al igual que el Premio Nobel John Nash, se convierten en los más altos exponentes dentro del campo de su dedicación porque les permite ver lo que las personas denominadas «normales» (si es que existe tal cosa), nunca van a ser capaces de ver, lo que les permite intuir nuevas relaciones entre hechos que están a la vista de todos y formular las grandes teorías que hacen que el mundo progrese.. Fischer pagó el tributo que la autoimpuesta ordalía le reclamó, al igual que los genios monomaníacos de la música -que tantas similitudes presenta con el ajedrez-, de la ciencia, de la medicina,¿ El único problema es que el ajedrez es un arte, un juego, una especie de ciencia iniciática. Y así, no es necesario saber componer música para apreciarla, o pintar para valorar una obra de arte pictórica, pero es necesario «saber» ajedrez para apreciar la vélelas de las partidas jugadas por los grandes genios del tablero. Bobby Fischer hizo que el ajedrez se convirtiese en casi un espectáculo de masas desde finales de los 60 y principios de los 70 y que generaciones enteras de aficionados y profesionales aparecieran por doquier (tarea que luego continuaron, a su manera, Karpov y Kasparov). Pero la fuente de su fuerza se convirtió en la fuente también de su debilidad. Y Fischer languideció solo, engañado por quienes se habían aprovechado de él en el éxito y habían huido tras 1972. Él había alimentado toda una leyenda con sus manías, su carácter huraño de lobo estepario durante su carrera y su silencio después, hasta que en 1992 reapareció en la antigua Yugoslavia en un m atch con su antiguo rival y tal vez la única persona a la que apreciaba y que siempre estuvo de su parte: Boris Spassky, a quien la derrota en el 72 había traído el defenestramiento en la URSS y que le había hecho tener que irse a vivir a Francia poco después. El carácter de Spassky había hecho que jamás viese a Bobby como «el hombre que ocasionó su caída». Muy al contrario de tales odios y rencores: Spassky siempre vio con simpatía a Fischer y le consideró su dignísimo sucesor. Y Bobby, siempre con carencias afectivas desde su niñez, le había visto como esa especie de hermano mayor cómplice, el hermano que nunca tuvo sí, pero también el único digno con quien podía hablar de ajedrez y al único al que consideraba su igual. Las consecuencias de un genio como Fischer venían dadas: él había dedicado todo lo que era al ajedrez y a lograr el Campeonato del Mundo. No había nada más fuera de eso. Y una vez conseguido le ocurre lo que he denominado la «paradoja Hesse» en honor al escritor alemán que dijera en cierta ocasión que «una meta alcanzada ya no era una meta». El Fischer Campeón Mundial se queda sin más objetivo en la vida. Después de vencer a un eterno y patológico miedo a perder que le acompañó toda su vida, pues una derrota para una personalidad como la suya equivalía a la destrucción psicológica y que explica en gran parte su comportamiento vital, después de arriesgarse a un desastre total en 1972, Fischer se queda sin horizonte. De 1972 a 1975 no juega una sola partida seria. En ese año debe enfrentarse al soviético Karpov pero el match nunca va a tener lugar: exigencias imperativas por parte de Fischer y un sutil juego por parte de los negociadores soviéticos, ansiosos de recuperar el preciado título, dan al traste con todo y Karpov es proclamado Campeón Mundial sin mover un solo peón. Fischer parece haber caído en una espiral sin retorno¿ Llega 1992, el re-match y de nuevo al exilio interior con esporádicas y extemporáneas apariciones en prensa para criticar a su país, los judíos (a los que acusa de conspirar contra él ahora), y demás. No puede regresar a los EE.UU., pues al jugar en Yugoslavia ha roto con el embargo impuesto al país y en el suyo le espera la detención y el juicio. Acaba en Japón, y luego, tras rocambolesca aventura, consigue asilo en, paradojas de la vida, Islandia, donde se había proclamado Campeón del Mundo. Y allí, como si de la película de Bergman «El Séptimo Sello» se tratase, le estaba también esperando la muerte, al simbólico número de años de 64. Bobby Fischer ha muerto y se lleva una parte del corazón de todos los ajedrecistas del mundo. Y uno, desconocedor de lo que hoy más allá de su vida espera que, tal vez, esté discutiendo con otros genios como Capablanca o su admirado y estudiado W. Steinitz, el primer Campeón Mundial oficial de Ajedrez en el lejano 1886, y con su compatriota Morphy, «el orgullo y la pena del ajedrez» como fue conocido en aquel lejano y romántico siglo para el ajedrez que fue el XIX. Descanse en paz el que en el siglo XX y este inicio del XXI puede ser llamado como su predecesor, porque también él es el gran orgullo y la pena del ajedrez moderno. Pero fue el hombre que hizo del ajedrez un arte respetable y dio a los ajedrecistas conciencia de que la dignidad del milenario juego-arte dependía de la propia dignidad de todos aquellos que han dedicado su vida a una de las creaciones más inmensas que jamás ser humano haya ideado. Como alguien dijo, algo tendrá el ajedrez para que tantas personas, en todo el mundo, hayan dedicado toda su vida a él. Bobby, tal vez nos veamos un día al otro lado de la muerte. Hasta entonces, buen viaje y buena suerte.

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