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León

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LA IGLESIA tiene derecho a pedir a los católicos que lean bien los programas electorales antes de votar, pues pueden ser contrarios a su doctrina. Es lógico que desde la Conferencia Episcopal se recuerde que el cristiano puede con su voto respaldar o cambiar políticas sociales. Nadie puede cuestionarle a los obispos su derecho al respaldo o al rechazo. La Iglesia aboga por aquello en lo que cree, no por modas. Ahora bien, la reflexión de la Conferencia Episcopal sobre el diálogo con ETA es tendenciosa e injusta, pues lo asocia -de forma tácita pero evidente- con la complicidad. Las conversaciones no se hicieron en una mesa redonda entre iguales, sino en el ámbito de la superioridad jerárquica del Estado de Derecho. No es lo mismo. Un gobierno puede dialogar con terroristas si busca salvar vidas, el fin de la violencia o iniciar un proceso de paz. Se pueden cuestionar los logros, o la ausencia de ellos, la metodología empleada, incluso la propia conveniencia de esas conversaciones, pero nunca la honorabilidad de quienes han buscado un bien para la sociedad española. Sacerdotes, periodistas, policías dialogan a diario con personas muy poco recomendables, sin que ello implique que respaldan sus actuaciones; cuando es así, entonces, la conversación ha quedado pervertida, y desde luego ese no fue el caso del Gobierno durante el proceso. Es comprensible oponerse al diálogo con ETA, pero no lo es insinuar que quienes buscaban por esta vía terminar con el terrorismo son débiles o simpatizan con los asesinos, pues repugna a la razón. El pensamiento católico, que no es ideología (sino fe), que no es militancia (sino comunión), no necesita recurrir a golpes bajos. Es legítimo que los obispos sugieran el voto para unos partidos, pero hágase desde la verdad.

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