CRÓNICAS BERCIANAS
Los chicos del cayuco
LLEGARON a las Islas Canarias en cayucos. Venían de Mali, de Senegal, de Ghana, de Guinea Bissau, de Mauritania y de Gambia. No tienen más de 17 años, alguno apenas 13, y han terminado residiendo en un chalé de acogida en Ponferrada porque los albergues del Gobierno canario están desbordados. Son 18 inmigrantes subsaharianos y su presencia en la capital berciana, donde están siendo escolarizados y participarán en un plan de inserción laboral, nos acerca un poco más el drama de África. Ése que a tantos kilómetros de distancia, y tan lejos de las costas de Canarias, o del Estrecho, sólo se asoma en nuestras casas cuando alguien enciende el televisor o abre las páginas de algún periódico. Tratándose de menores de edad, y siendo la nuestra una sociedad que no está libre de los brotes de xenofobia, no debería extrañar que no se haya anunciado la presencia de los 18 inmigrantes a bombo y platillo. Es cierto que la Junta de Castilla y León, que ha buscado el alojamiento para los jóvenes que están bajo la tutela del Gobierno canario, debería haber tenido la deferencia de informar al Ayuntamiento, pero tampoco debiera convertirse lo que no pasa de ser un detalle feo en un asunto grave, que no lo es. La inserción social de esos menores -que después de arriesgarse con una travesía que a otros les ha costado la vida tienen ahora una oportunidad de prosperar que no tuvieron sus padres- y su derecho a salir adelante lejos de cualquier atisbo de polémica entre instituciones, es más importante. Y nadie le debería molestar su presencia en Ponferrada. Al fin y al cabo, España ha sido hasta hace tres décadas un país de inmigrantes. Argentina, Cuba, y más recientemente Francia, Suiza o Alemania fueron nuestras Canarias. Al margen de la llegada de los 18 inmigrantes subsaharianos, y entrando en otro tema menos trascendente, pero que no deja de preocupar a los conductores que circulamos por la A-6 o a las miembros del coto de caza de La Ribera de Folgoso, llama poderosamente la atención la forma en la que esta semana la Unidad de Carreteras de León se ha lavado las manos ante la petición de los cazadores para que se autoricen batidas de jabalíes y corzos en el entorno de la autovía y se revise el estado de la malla de cerramiento. Una docena de accidentes de tráfico causados por la irrupción de animales salvajes en la autovía y en otras carreteras secundarias de la zona son suficientes razones como para ponerse a hacer algo más que colocar señales verticales advirtiendo del riesgo a los conductores. Pero la Unidad de Carreteras se apoya en la ley para desestimar las batidas por el riesgo que podrían suponer para la seguridad vial -y este es un argumento que no deja de tener su solidez- y por si acaso, asegura que el mallado no sólo se encuentra en buen estado de conservación, si no que el Estado ni siquiera tiene la obligación legal de instalarlo. Como no dudo de que la normativa ampara los argumentos de la Unidad de Carreteras, sería hora de plantearse una reforma de la ley para despejar cualquier duda sobre la responsabilidad del Estado en la conservación de una malla que debería servir para alejar a los animales de la carretera, y hoy sólo es un adorno.