TRIBUNA
Salvador Gutiérrez en la Academia
Hoy domingo, 24 de febrero de 2008, a las siete de la tarde, y en el salón de actos de la Real Academia Española, el académico electo Salvador Gutiérrez Ordóñez leerá el discurso de ingreso titulado «Del arte gramatical a la competencia comunicativa», siendo contestado por el académico Ignacio Bosque Muñoz. La precisa información que se acaba de referir podría ser, cambiando la fecha, los protagonistas, y el título del discurso, una más de las que periódicamente genera la Real Academia Española en las circunstancias de recibir, en la Institución, a un nuevo académico. Sin embargo, hoy y aquí, en la Universidad y en la sociedad leonesas, el acto que va a tener lugar en Madrid reviste una significación muy especial. Y es así porque este asturiano desde hace tantos años afincado en León y que tanto ha dado y hecho por la Lingüística, por su Departamento, por su Facultad y por la Universidad leonesa, va a redondear esta tarde su discurso con una lección a mayores que quisiera ser de los primeros en glosar y en agradecerle, la de su fidelidad a la institución universitaria en la que a tantos alumnos ha enseñado y va a seguir enseñando, y a la que ha prodigado y seguirá prodigando tantos gestos y aportaciones ejemplares. En otros tiempos tal vez esa fidelidad a una Universidad como la nuestra, y a los numerosos amigos que en ella tiene, podría entenderse como la propia de quien, emulando a aquel profesor salmantino del Renacimiento, aspira a llevar una vida de trabajo exigente, pero confortable y gratificante, alejado del mundanal ruido de la villa y corte, y realizando los mínimos viajes posibles fuera del ámbito cotidiano. Esa podría ser, ciertamente, una actitud tan respetable como cansina y poco fecunda para dar a conocer los aportes singularizadores propiciados por donde se investiga y donde se enseña. Sería una actitud inversa a la mantenida siempre por Salvador Gutiérrez Ordóñez, que ha prodigado su tiempo y ha multiplicado sus esfuerzos en cooperar con otras universidades y centros de investigación bajo la forma de compartir sus cualificadas experiencias científicas y didácticas, cuando no la de organizar cursos y otros eventos de notable relevancia tanto en España como en otros países. Además, esa fidelidad a la que me refería presenta, o así me lo parece, una lectura más compleja, e incluso de ribetes irónicos, lo cual no habría de extrañarnos a quienes conocemos la idiosincrasia del comportamiento de Salvador Gutiérrez Ordóñez. Y es que el mensaje susceptible de desprenderse de esa fidelidad ha de ser asimismo el de reafirmarnos en que no hace falta estar presentes en el maremagnum del centro de España, ni en una de las universidades madrileñas, para sentirse más realizado en las tareas profesionales emprendidas, sino que uno debe proclamar su legítimo orgullo al querer mantenerse donde uno enseña e investiga, aun estando lejos de los aledaños de los poderes fácticos del entramado político, universitario, académico y científico. En su decidida e inequívoca apuesta por León, por su Universidad y por su Departamento de Filología Hispánica y Clásica, es muy posible que el nuevo académico no haya pretendido desautorizar, porque ese no es tampoco su talante, ni la importancia de la gran metrópoli ni la de ninguna de las instituciones y personas allí asentadas. Aun siendo así, su actitud de compromiso leonés contribuye de manera decisiva a la ruina de tópicos tambaleantes que aún no han sido demolidos del todo, a la cabeza de los cuales algunos desinformados sitúan demasiadas veces la obsoleta percepción de la capitalidad central como sinónimo de rigor y de prestigio. Y en fin, Salvador, que ya era hora de que alguien como tú entrase en la Real Academia Española de la Lengua para contribuir, con el aporte de tu impecable trayectoria profesional, y con esa tenacidad y esfuerzo tan tuyos con vistas al logro de las obras bien hechas, a ejercer como remedio eficaz para conjurar el diletantismo de las reticencias antiacadémicas, y seguro antídoto contra el pedigrí de una demonización de la RAE servida de la mano de escritores como Ramón del Valle-Inclán o Francisco Umbral.