Diario de León

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TENGO la impresión de que los indecisos somos bastantes más de los que nos muestran algunos sondeos, empeñados en presentar a esta España nuestra como un país dividido en apenas dos opciones, una blanca, otra negra, sin más colores ni matices. Yo confieso no saber aún hacia qué papeleta dirigiré mi voto, ni siquiera si no entregaré un sobre vacío ante la urna. Soy -qué le vamos a hacer, es la vida- un escéptico, sí, que no logra entusiasmarse con los himnos electorales, ni con las banderas con siglas agitadas en los mítines. Puede que esté viciado tras tanto mirar, de cerca, los avatares de la política española, de tanto escuchar promesas y soflamas, tras tanta decepción al comprobar la distancia entre lo comprometido y lo desembolsado. Me han hartado los discursos y las controversias de sal gorda, la falta de nivel de tantos componentes de nuestra clase política y el hecho de que nos traten como si fuésemos menores de edad. Podría, legítimamente, recomendar el voto a una opción determinada (otros compañeros míos lo hacen sin rubor y con asiduidad. También lo hacen ciertas instituciones en teoría apartidarias). Pero no me parecería honesto cuando yo mismo me debato en la duda, insatisfecho con lo que nos dicen los unos, con lo que hacen los otros, con los malos compañeros de viaje de los unos y los otros. Más que disgusto a la hora de acercarme a una opción u otra, u otras, me crece por dentro la desazón de comprobar quiénes son los que presionan, casi siempre con éxito, a unos y otros. Y, entonces, me ocurre lo que acaso les suceda a algunos de ustedes: me entran ganas de quedarme en casa, tan ricamente, el 9 de marzo. No lo voy a hacer, claro y, aunque lo hiciese, no lo confesaría por vergüenza torera ¿Cómo criticar, cómo exigir, en el futuro si no he sido capaz de expresar mi mínima protesta, o mi humilde opción, en el resquicio que la democracia me permite hacerlo? Todavía espero recabar la mínima ilusión como para decantarme por alguna opción -que no por algún rostro de quienes las encarnan-. Y, por supuesto, me encuentro entre quienes piensan que puede -puede- que los debates televisivos entre Zapatero y Rajoy me ayuden a aclarar algunas incógnitas que aún me quedan. Aunque no quiero engañarles: dudo que así sea. Mi escepticismo se extiende, naturalmente, hasta estos espectáculos ante la pequeña campaña, por mucho que prefiera tenerlos a, como ha ocurrido en los últimos quince años, no tenerlos. En fin, que mucho me habría gustado, en un día como hoy, cuando acabo de regresar -visita profesional- de un mítin de domingo, haber escrito un artículo de muy distinto tono, un artículo entusiasta y convencido. Pero así es la vida, ya digo, y estoy seguro de que muchos de ustedes, indecisos, me entienden.

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