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León

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CIERTOS políticos se sienten atraídos por la frase lapidaria, convencidos de que espetarlas es la forma de permanecer en nuestra memoria. Curiosa presunción. Hay que ser algo más que listo para soltar, pongamos por caso, pienso luego existo. Además nadie le habla directamente a la posteridad, ni siquiera un francés. Hace unos días, al tenderle Sarkozy la mano a un campesino, en un acto público, este le dijo: «no, que me la ensucias»; al presidente de la República le salió el ego napoleonesco y le espetó: «pues entonces te largas». Y las cámaras le captaron exclamando: «pobre gilipollas». No son palabras dignas de Pascal, ni siquiera de Obelix, pero definen al personaje, y le garantizan un puestín en el diccionario de contestaciones chulescas, edición de tapa dura. En España las grandes frases lapidarias las espeta el pueblo. Cuando el conde de Romanones, ministro y riquísimo cacique en una España de pobres, ordenó a su chófer detener el automóvil porque necesitaba hacer una urgencia urinaria, enseguida fue reconocido por un campesino; metidos en conversación, éste le pidió permiso para presentarle a uno de los mozos del pueblo, a quien todos llamaban el Romanones. «¿Porque es muy estudioso?» le preguntó halagado el aristócrata. «No, porque es un hijo de¿». La frase lapidaria es arte de reflejos, inspiración reservada a los grandes, no por el poder que detentan sino por sus galones humanos; en cambio, la chulería se queda en subgénero del ingenio, como la machada o la fanfarronada. Que un poderoso conteste una impertinencia a un campesino impertinente no tiene mérito, ni siquiera implica redaños o agudeza verbal. La frase lapidaria es milagro, justicia poética. A mí me da que monsieur Sarkozy nos ha salido un poco chuleta. Y de ahí no pasa.

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