EL CORRO
¿Cabe mayor ruindad política?
SABIDO es que en España las campañas electorales suelen discurrir por derroteros de infumable demagogia. Enzarzados en la lucha por el voto todos distorsionan la realidad a su antojo y conveniencia en un constante desafío a la racionalidad y al sentido común. Es el deplorable «todo vale» en el que los políticos acaban sacando lo peor de sí mismos y apelan sin ningún escrúpulo a los más bajos instintos. En Castilla y León, la utilización como arma arrojadiza de la Ley de Dependencia constituye un ejemplo particularmente deleznable. La bronca que vienen manteniendo el Gobierno Zapatero y la Junta a cuenta de la aplicación de dicha Ley roza la obscenidad política. Retrasar por puro cálculo electoral las ayudas a las que tienen derecho justamente las personas más necesitadas es algo que no tiene nombre. O sí lo tiene, pero es irreproducible. Uno de los escasos consensos que no ha sucumbido a la brecha abierta entre PSOE y PP ha sido el Pacto de Toledo, el acuerdo firmado en 1995 por el que ambos se comprometían a salvaguardar el sistema público de pensiones como pilar básico del Estado de Bienestar Social. Aquel pacto llevaba implícito el compromiso de no convertir las pensiones en objeto de batalla política y electoral. Dada su naturaleza, la Ley de Dependencia debería haber conllevado automáticamente ese mismo compromiso, máxime cuando se trata de una Ley aprobada por las Cortes Generales con el consenso de ambos partidos. Sin embargo, la cogestión que requiere entre el Ministerio de Asuntos Sociales y las comunidades autónomas ha dado lugar a una lamentable confrontación entre el Gobierno Zapatero y las autonomías en manos del PP. Por aquello de que la secretaria de Estado encargada de la materia, Amparo Valcarce, es leonesa, en Castilla y León la trifulca está siendo especialmente virulenta. El consejero de Familia, César Antón, y la secretaria de Estado protagonizaron en octubre un rifirrafe público a raíz del cual UGT y CC.OO. amenazaron con convocar movilizaciones si ambas administraciones no resolvían de inmediato sus diferencias. En noviembre se constituyó una Mesa de Dialogo Social y se dijo que el camino para la aplicación de la Ley estaba despejado. Meses después se ha comprobado que no era así. El ministro Caldera acusa al gobierno Herrera de retrasar la aplicación de la Ley y, por ende, las prestaciones a las que tiene derecho la población dependiente. La Junta lo niega y al tiempo acusa al Ministerio de no haber abonado a la Comunidad ni un solo euro de las aportaciones que corresponden al gobierno central. Y a continuación Valcarce dice que la Consejería ha recibido ya 37,74 millones de euros. Conclusión: o dicha cantidad (y no es poca cosa: 6.290 millones de pesetas) se ha volatilizado sin que nadie sepa cómo ha sido, o alguien miente con todo el desparpajo del mundo. Por lo demás, tan bochornoso episodio sucede en una de las comunidades autónomas con mayor tasa de envejecimiento de la población y donde casi 15.000 personas en situación de gran dependencia permanecen a la espera de las ayudas. ¿Cabe mayor ruindad política? Puede, pero no resulta fácil.