Diario de León

CRÓNICAS BERCIANAS

Políticos de cartón

Ponferrada

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VIENDO la voracidad con la que nuestros políticos, de todos los colores y condiciones, nos piden estos días el voto, no puedo evitar sentirme en ocasiones como una doncella rodeada de galanes dispuestos a hablarme de un amor que no sienten con tal de seducirme. Algunos de los candidatos, empezando por los primeras espadas que se enfrentan como mihuras en los debates de la televisión, tienen tanta necesidad de que su mensaje resulte convincente, que en el camino se dejan la credibilidad, se les notan las costuras del traje, y acaban pareciendo la creación artificial de una banda de asesores, politólogos, sociólogos, y encuestadores, de oradores, profesores de dicción y videntes capaces de predecir el índice de abstención en función de la temperatura que haga el día de las elecciones. Terminan nuestros candidatos reproduciendo gestos estudiados, tonos fingidos, y una seguridad en sí mismos que no encaja con la atención que prestan a los detalles más intrascendentes. Y así acabamos hablando demasiado de la corbata de la suerte de Mariano, de su chaqueta desabotonada y de una talla tan pequeña que le desnuda los antebrazos, de la niña que sale de su boca cuando se despide buscando un tono presidenciable, y de los aspavientos de las manos y las cejas enarcadas de Zapatero, suavemente indignado por la deslealtad de su contrincante en política antiterrorista y por sus propuestas para que no nos invadan los inmigrantes. A Llamazares lo conocemos más porque su alter ego virtual se atreve a quemar una foto de la familia real que por las propuestas de una Izquierda Unida en permanente agonía por hacerse un hueco mediático entre los dos grandes partidos. Porque debate con dos cartones de José Luis y Mariano y se gana una foto. Pero no nos llega lo que dice. Sólo ruido. Y cuando por fin escuchamos propuestas todo tiene un aire enlatado. Bajamos en la jerarquía de los candidatos, y los más cercanos a nosotros tampoco pueden disimular cierta esencia de robots preprogramados con consignas de partido y estrategias de alcanfor. Escucha la candidata o el candidato, aspirante al Congreso o al Senado, el clic de una grabadora, y se desencadena en su cabeza una reacción automática. En seguida aparece el dato importante repetido hasta la reiteración, la frase de impacto, el titular desmigado, por si acaso. Proliferan los foros donde los lectores de la prensa digital tienen acceso directo a los candidatos gracias a Internet. Pero no importa la pregunta. Si incomoda, se responde otra cosa. Los mítines no pasan de ser reuniones de forofos, donde militantes entusiastas, o eso aparentan, jalean a sus caudillos en un circo de banderas y apretones de mano que van buscando un minuto de oro en televisión. Algunos oradores hacen gracias de sms, otros adoptan un tono compungido. Y en ocasiones, se roza el ridículo cuando el hablador se equivoca ante un auditorio que está rendido de antemano. La política comienza a ser una cuestión de fe más que de razones. Una competición de promesas brillantes. Un choque de egos y carismas enfrentados. Un asunto vacío. Si no cambian, que no cuenten conmigo.

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