CON VIENTO FRESCO
Las golondrinas
PREOCUPADOS POR las grandes migraciones de nuestro tiempo, por los millones de extranjeros que han llegado a España, olvidamos otros fenómenos migratorios interiores, cuyas consecuencias económicas y sociológicas están a la vista. Me refiero, aunque no sea comparable a la de entonces, a la emigración golondrina. En Argentina se conocía como golondrinas a los trabajadores agrícolas vascos e italianos que, por falta de trabajo durante el invierno boreal, se desplazaban al hemisferio austral para pasar el verano en las tareas agrícolas y en la recolección. Era trabajadores temporales que, como los mencionados pájaros, cambiaban estacionalmente de residencia en busca de trabajo; esos ingresos y el trabajo en la patria, les permitían vivir sin grandes contratiempos. Este tipo de migración estacional de un país a otro pertenece al pasado, forma parte de la historia; pero no así las migraciones interiores de carácter semanal, cada vez más frecuentes. Las grandes ciudades, especialmente Madrid para nuestra provincia, se han convertido en una fuente de ingresos para miles de trabajadores de la construcción que se desplazan semanalmente desde distintos puntos del país; son, en cierto sentido, las nuevas golondrinas, aunque su estacionalidad sea más breve. El Bierzo, por ejemplo, es una comarca que envía a Madrid todas las semanas varios cientos de trabajadores, la mayoría jóvenes. Sólo en Cacabelos todos los lunes se desplazan, de una sola empresa, hasta cuarenta operarios, y no es la única. Su número es aún mayor en Ponferrada y otras localidades de los alrededores. Entre las cuatro y las cinco de la mañana del lunes, numerosas furgonetas se dirigen a Madrid para, hacia las nueve, iniciar el trabajo en los diferentes tajos de la construcción. Son albañiles, peones, encofradores, yeseros, gruistas, que se unen a los otros que esas empresas tienen igualmente en la capital. No todos son naturales del Bierzo. Hay emigrantes sudamericanos con residencia en la comarca que también se desplazan semanalmente. Incluso hay varias docenas de portugueses que desde su país salen a primeras horas del lunes con destino al Bierzo, donde dejan sus coches y enlazan a la hora mencionada con las furgonetas que los llevarán a la capital de España. De lunes a viernes, en jornadas de doce horas, estos desplazados trabajarán sin descanso en las obras de aquella comunidad. A últimas horas de la mañana del viernes, muchas veces con un bocadillo para no perder tiempo, retornarán a sus casas a las que llegan, unos sobre las cuatro o las cinco de la tarde, otros, los portugueses, dos o tres horas más tarde. Tanto esfuerzo tiene, evidentemente, su recompensa pues los salarios son elevados, dado que casi todos, excepto los peones, trabajan a destajo, lo que les permite alcanzar salarios de 2.000 a 3.000 euros mensuales. No se trata, como en los años sesenta y setenta, de un éxodo rural que desertiza los pueblos, sino de una nueva forma de vida y de trabajo con repercusiones en ellos y en sus familias. En la ciudad se anudan amistades, porque son muchas las horas de convivencia que han de pasar juntos en el trabajo y en el descanso. En el pueblo la vida toma otros rumbos. Muchos están casados, han de dejar solas a sus familias, pasan los días sin sus mujeres, ven poco a los hijos. Las madres han de cuidar no solo de la casa sino de la educación de los chicos, lo que a veces se resiente por falta de una autoridad paterna. Hay nuevas formas de convivencia, pero también suponen el mejor mecanismo para evitar, ante la falta de mejores salarios, que los pueblos mueran.