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Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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LA INDUMENTARIA siempre había venido siendo, a través de los siglos, una muestra de jerarquía. Los que disponían de algunas monedas querían que se les notara de una simple ojeada y para eso nada mejor que vestirse lujosamente. Los potentados, los «lindos don Diego», lo tenían fácil, aunque menos que los caballeros, que delataban su condición porque tenían un caballo debajo. En la época que llamamos moderna, aunque ya se está quedando bastante antigua, se produjo una vergonzosa abdicación de clase. Jóvenes adinerados gustaron de vestirse como mendigos amateurs. Adquirían pantalones vaqueros, sin haber tenido más contacto con las vacas que el consumo de leche pasteurizada. Además, si la dudosa prenda estaba recién adquirida, la deterioraban previamente. Para que resultara elegante era preciso rajarla y cubrirla de una discreta proporción de mierda. Había que estar al día. -Qué elegante está- le dijo alguien a aquel lord en las carreras de caballos. -No, si usted lo ha notado. Ahora lo que se lleva es simular una verdadera apariencia de robaperas, aunque se sea propietario del huerto. Para los mítines electorales penúltimos han resucitado los disfraces, que no en vano esta palabra disfraz proviene etimológicamente de disimulo. ¿A quién engañan quienes se quitan la corbata y dejan de afeitarse cuando comparecen ante un auditorio proletario? El más reciente caso cómico ha sido el del señor Aznar, travestido de pantera rosa, con su media melena y su bigote casi dimisionario. Sus enemigos le acusan de «facha», pero la verdad es que iba hecho una facha. Woody Allen dijo que él no tenía nada contra la eternidad, siempre que fuera vestido para la ocasión. El carnaval electoral tiene sus exigencias.