TRIBUNA
Incómoda vejez de silicona
La vejez no es una desgracia, es una conquista. Lo que el paso del tiempo impone como obligatorio puede convertirse en un infierno o en la oportunidad más envidiable para prolongar con acierto una vida inteligente. El implacable paso de los años nos convierte paulatinamente en otros, pero de no ser así habríamos dejado de existir sin remedio. Nuestra cultura occidental veta la vejez, la califica peyorativamente y la peculiariza con todo tipo de fealdades capaces de hacer de ella un temible momento que llega sin avisar. Los que menos tomamos conciencia de esta circunstancia somos nosotros mismos hasta que no podemos ya dejar de engañarnos. Pretendemos estar siempre instalados en las mieles de una juventud que todo lo transforma en luminosidad, color, sonrisas y expectativas de gozo. Y es que la sociedad y sus exigencias de pasarela y triunfo nos obligan a salirnos del paso del tiempo pretendiendo congelar el precio de su transcurso. La batalla campal que nuestras famosas y famosos de turno mantienen contra las leyes biológicas nos lleva a creer que la solución está en la cosmética o la cirugía, siempre que el presupuesto familiar permita las obscenas cantidades de dinero que deben pagarse por cada sesión de química sobre la cara. El milagro, sin embargo, no es definitivo ni se mantiene por siempre. La ley de la gravedad no excluye a nadie y todo tiende a caer. El abanico de posibilidades contra esta inexorable ley se amplía cada vez más. Entre las técnicas más utilizadas está la conocida introducción de botox al que ni artistas, presentadores, políticos, reinas, reyes o gente de a pie, se resiste. El botox es una toxina generada por una bacteria (Clostridium Boltulinum) que tiene un efecto paralizante a nivel muscular lo cual se aprovecha para neutralizar las arrugas de la zona tratada. La toxina butolínica se presenta en preparados farmacéuticos con diferentes nombres (botox, vistabel, neuronox), pero en todos los casos consiste en un tratamiento destinado a combatir las arrugas de expresión que permite quitarse años sin necesidad de pasar por el quirófano. Momentáneo, eso sí, con caducidad y por supuesto con la capacidad de engañar al espejo más que al calendario. Radiofrecuencia, fotorejuvenecimeinto, mesoterapia, rellenos faciales, ácido hialurónico y un largo acétera de técnicas se lanzan al mercado en busca de la eterna juventud de quienes atrapados en una sociedad de consumo insaciable quieren devorarse a sí mismos como el mejor producto. ¿Por qué sentimos cada día con mayor intensidad la necesidad de detener nuestro reloj particular?. La respuesta es rápida y sencilla. No estamos conformes con nosotros mismos ante lo que exige el mercadillo de la lucha diaria por estar entre los más deseados y competentes. Nuestra imagen se ha convertido en la carta de presentación más convincente de un mundo que solamente aprecia el envoltorio como moneda de tránsito. Pero este engaño de los sentidos tiene los días contados porque en esta sin par lucha nunca se gana la batalla al tiempo salvo con armas que nada tienen que ver con la cosmética ni la estética, en ninguna de sus formas. Queremos reinventar nuestra edad y la solución no está en la cara ni en el cuerpo, sino en la forma de sorprendernos con la vida día a día, en la capacidad de admiración ante lo desconocido, en mantenernos atrapados en la ilusión ante lo más sencillo, en hacer y no parar. Dario Fo, escritor y pintor, Premio Nobel de Literatura (1997) italiano, nos sugiere la clave de la eterna juventud, a sus 82 años. «Hay que reírse de uno mismo y comprender que nos manipulan», pero sin acritudes, sin sensaciones de derrota, sin autocompasión ante los problemas, los dolores y las penas que a todos nos acompañan en cualquier edad. Este polifacético escritor no ha perdido su capacidad de provocar, ni de crear a través de la palabra y la pintura. Poner colores a la vida desde el pensamiento, evitar las imágenes de nuestro cerebro en blanco y negro sin brillo, sentirnos capaces de seguir con la vida enredándonos en la posibilidad de aprender siempre y hasta que las fuerzas nos acompañen. Luchar, en definitiva, por mantenernos activos mentalmente, sin límites. A esto, alude otro Premio Nobel en Medicina y Fisiología ( 1986) Rita Levi-Montalcini, doctora en neurocirugía, cuando a punto de cumplir100 años le preguntaron acerca de los límites genéticos del cerebro: ¿» Mi cerebro pronto tendrá un siglo..., pero no conoce la senilidad. El cuerpo se me arruga, es inevitable, ¡pero no el cerebro!. Gozamos de gran plasticidad neuronal: aunque mueran neuronas, las restantes se reorganizan para mantener las mismas funciones, pero para ello conviene estimularlas. Lo interesante es vivir mejor los años que se viva. La clave está en mantener curiosidades, ilusiones y pasiones.» Es decir, lo que nos mantiene jóvenes es pues el estado anímico que logremos establecer en nuestro interior para relacionarnos con el mundo y sobre todo la mirada con la que abramos la puerta a las emociones cada mañana para abrazar el placer de vivir un nuevo día. Todo está en la mente y en el corazón y lo que por allí pasa va directamente a somatizarse en nuestro físico para configurar la imagen que nos devuelve el espejo. Resulta patética la figura continuamente deformada de eternas caras de niñas sostenidas por cuellos de cera, enmarcadas por melenas con extensiones, seguidas por pechos de goma, redondos glúteos elevados por prótesis y piernas descarnadas o llenas de celulitis. Sólo las manos pueden delatar, como el carbono 14, la edad de la reliquia, porque en eso nos convertimos a base de engañarnos a nosotros mismos. No hay razón para hacer la guerra a las arrugas a las que no deberíamos poner el calificativo de dignas porque no existe su contrario, sino a las que más bien sería adecuado homenajear por ser las confidentes de nuestras angustias, sufrimientos y calamidades durante tantos años. Ningún cómplice mejor que ellas para estimar el valor de lo que nos ha costado vivir. Poner botox para estirarlas es como someternos al borrado permanente del disco duro de nuestro cerebro para vernos como no somos en el afán de seguir congelando la juventud entre el plástico y la silicona. La mejor droga para activar la química de la eterna juventud es la pasión por vivir lo que aún nos espera con la misma inocencia con la que un niño vive su tiempo sin reloj. El resto, sólo importa a un destino que nunca cuenta con nosotros.