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MARÍA DOLORES ROJO LÓPEZ
León

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NO TENEMOS memoria para el hambre cuando no es nuestra. Pensamos, si es que alguna vez logramos que estos pensamientos lleguen a nuestra cabeza, que otros deben encargarse de la miseria de quienes más lo necesitan. Diluimos nuestra conciencia en la nebulosa de los organismos internacionales a los que debe corresponder parte de la ayuda o en las ONG de las que siempre estamos dispuestos a desconfiar como estandartes de fraudes soslayados que nos hacen sentir estúpidos. El hambre, la pobreza o la necesidad de lo más básico no están ubicadas solamente en lejanos países donde miles de negritos aparecen deformes por la barbarie del olvido. Hay muchos mundos en este; muchas vidas al lado de la nuestra. Sólo hay que querer ver más allá de la apariencia y más acá de nuestro propio ombligo. Estamos demasiado instalados en la comodidad para poder advertir la carencia del vecino y si logramos verla, no nos importa o pensamos que no nos incumbe. Cómo si tender una mano para ayudar nos obligase a degradarnos. Sentimos vergüenza de lo que les falta a otros pero no por abrazar la solidaridad en su escasez, sino por tenerla cerca y hacer presente en nuestro mundo de equilibrio, lujo y despilfarro, la ausencia de bienestar en otras gentes. Y es que hay noticias que inevitablemente nos acercan a esa realidad de la que queremos alejarnos. La crisis económica llega con su pujanza hasta los programas sobre los que descansa nuestra conciencia de habitantes de la parte del mundo con suerte. De este modo, el Programa Mundial de Alimentos de la ONU necesita reunir 324 millones de euros en las próximas cinco semanas. La urgencia es máxima ya que alimenta a 73 millones de personas en 81 países. El peligro está en la escalada de precios de los alimentos por lo que ha mandado una carta haciendo un llamamiento de emergencia a los países donantes para intentar reunir el dinero, según publicó recientemente el diario Financial Times. Si no lo consiguen antes del 1 de mayo, tendrán que empezar a racionar la comida, a recortar «las raciones para aquellos que confían en el apoyo mundial en momentos de lamentable necesidad», dice el texto de la carta. Patética parece la necesidad de hacer este llamamiento y lo es porque no deberían regatearse nunca este tipo de ayudas que aunque insuficientes son absolutamente imprescindibles para evitare engrosar los muertos diarios por falta de comida. ¿Cómo suena esta necesidad en nuestra cómoda vida diaria? Ni siquiera podemos imaginar cómo sería llegar a una casa después de trabajar, abrir el frigorífico y no encontrarnos nuestra cerveza fría esperándonos paciente junto a un buen acopio de comida de todas las clases saliendo a nuestro encuentro, solícita para ser devorada como aperitivo antes de la definitiva entrega del mediodía o la noche. Ni pensar siquiera que el frigorífico estuviese vacío y no tuviésemos ni un euro para bajar al supermercado. Entonces si que apreciaríamos estos mensajes sufridos en carne propia. Mientras no sea así, todo nos resbala. Y no es lo peor lo que comemos de más para después gastar buena cantidad de dinero en regímenes y gimnasios, lo más doloroso es lo que tiramos, lo que desechamos por no ajustarse a nuestros gustos o lo que dejamos caducar para después hinchar los basureros. No apreciamos la comida porque nos sobra y tampoco lo hacen los niños porque a ellos les sobra más aún. No es un buen camino el que estamos trazando. La ONU ya ha alertado en los últimos meses de la necesidad de tapar el agujero de 324 millones de euros y de que las reservas del programa se encuentran a su nivel más bajo en 30 años, con sólo 53 días de reservas para emergencias. Pero es la primera vez que marca un horizonte temporal tras el que empezará el racionamiento si no lo consigue. Los expertos han señalado como causas de la escalada de los precios de los alimentos, además de la demanda de las economías emergentes, como China e India, al aumento de las inundaciones o la demanda de cereales para la producción de biocombustibles. La gran casa del planeta Tierra está más desequilibrada que nunca. Hay habitaciones como palacios, cada vez más lujosos y exuberantes, mientras otras siempre han sido estercoleros, cada vez más escasos y degradados. Nos estamos acorazando en los mejores espacios para ignorar el sufrimiento de los que han tenido la desgracia por puro azar y destino, de nacer en lo peor. Todo lo que cubre las necesidades más básicas es, para estos espacios y sus gentes, puro lujo muy lejos de poder ser alcanzado. Es muy difícil sufrir con el que sufre cuando uno está satisfecho. Es imposible tomar posturas de colaboración y concienciación de la injusticia cuando la vida no nos pone frente a la falta de lo más necesario. Y es entonces cuando de cualquier mínima contrariedad hacemos un enorme problema porque nos falta el peso en nuestras espaldas de ir a buscar agua a muchos km para las necesidades más inmediatas o conseguir comida para resistir un día más. Tampoco debemos sentirnos culpables por no ser ellos pero tal vez sí podríamos cambiar de actitud ante tanta falta de sensibilidad cuando nos llevamos a la boca una porción de gloria en forma de comida. Gozar por el hecho de tenerla en cualquier momento ante nosotros. Alegrarnos por no carecer de lo básico y prescindir, en alguna medida, de tantos lujos ligados a ella que nos vuelven insufriblemente sibaritas en su deleite. Estimular a los más pequeños ante la cocina básica frente a la sofisticación de la comida de diseño o la rápida comida donde descansa la falta de horario de los padres en la agitada vida que todo lo devora fuera de casa. Cuidar aquello que compramos para evitar su deterioro por excedente en las necesidades diarias. No tirar, en definitiva, lo que a otros tanta falta les hace. Valorar la importancia de estar aquí y ahora, instalados en un mundo lleno de comodidades. Si todos tuviésemos la obligación de entregar solamente la comida que nos sobra, posiblemente acabaríamos con el hambre de mucha gente. Ni que decir tiene que esta postura no puede reclamarse solamente para cada individuo; deben ser las naciones las que repartan porque la solidaridad más básica está en el primitivo hecho de mantenernos vivos como especie y a ellas corresponde no erigirse en las responsables de una selección arbitraria en la que dispongan quién debe vivir y quién no. Es una eutanasia a gran escala que todos, con la responsabilidad que nos sea propia, debemos evitar.