HISTORIAS DEL REINO
Historias de la frontera del oeste
A CENTENARES de parasangas de todos los lugares centrales que en el orbe de la creación -también en el autonómico- han sido, se alza León, célebre en la historia por su pasado, triste por su presente y porvenir. Mi señor Almanzor solía contar en sus fiestas la historia que llamamos «de los tres pérfidos», los tres caballeros traidores que vendieron a su pueblo, a sus ilusiones, a sus votos, por un puñado de dírhems y algún que otro dinar. Ocurrieron los hechos allá por marzo de 1008, según recuerdan las crónicas que narran el inicio de la guerra civil entre los leoneses, aquella que culminó pocos meses después con su ingreso en otras huestes mejor remuneradas. Cuando vinieron a nosotros en busca de ayuda, dijeron representar la última dignidad de una tierra que agonizaba, todo el quebrado honor que le restaba, el estandarte mancillado por otros de la justicia, la verdad, la equidad y la lealtad templada en el mejor de los aceros del duelo parlamentario. Exigían, sobre todo el más bajito y moreno de la tríada, subido a un Otero, venganza para un pueblo, y decíase descendiente de un antiguo caballero de don Morano el centenario, apodado «el melenas» por sus largos y poblados cabellos. Parlanchín, lenguaraz y de maneras suaves recuerdo al más espigado y cabezón de los restantes, a quien en sus idiomas rugosos de hombres rudos del norte apodaban «el famoso en la guerra», pues jamás desenvainó su espada desde que le fuera ceñida al calzar espuelas de representante del pueblo, ni osó otro combate que viejas glorias jamás comprobadas más que entre los inseguros bardos y bien pagados trovadores cuando abandonó la Herrería de la que ejerció oficio en Rabanedo. En cuanto al tercero, afamado era su honor en otros campos de batalla, de relustre troyano su onomástica forma, de cuerpo cincelado por mucho ejercicio su presencia y todos se extrañaban de aquella fidelidad hacia quien lejos de ser buen vasallo en su tiempo, jamás en los nuestros se mostró buen señor. Quisieron ampliar los tres sus capitales y ambiciones a costa de otras tierras cercanas al Pisuerga y embobados miraron el vuelo de una gaviota extraviada por aquellas aguas, que surcaba blanca el celeste firmamento. Sembraron su camino en pos del pájaro de nombres eliminados por doquier, pues su máxima, común en nuestro tiempo, era «a quien destaca, martillazo». Y fue entonces, en marzo de 1008, cuando descubrieron su verdadera condición al elevar pendones ajenos esperando próximas recompensas en 1011, más rentables para sus propios intereses, y abandonar toda ilusión y lealtad erigiendo un nuevo castillo lejos del que heredaron de sus mayores. Dicen que se negaron a pagar viejas deudas, y aún desafiaron a quienes un día fueron los suyos y ahora gustaban de estandartes bermejos por compañía. Traición, gritaron sus hombres, y muchos desertaron de su causa. Mas como bien sentenció el noble Almanzor al conocer la nueva de la frontera del oeste: «No esperéis de burros maneras de caballos de raza, sino coces». Y hasta su invitado aquel día, el conde de Castilla, se rió.