EL RINCÓN
Las viejas tiendas
LA CAÍDA del consumo, que no se sabe si podrá levantarse, va a determinar el cierre de 80.000 pequeños comercios en España. Se deduce, a la vista de la cifra, que éramos un país de pequeños comerciantes, o sea, de gentes especializadas en escala menor en llevar algo desde donde abunda a donde falta. Lo que llaman «desaceleración económica» no consiste en avanzar menos, sino en andar hacia atrás. Equivale a lo que en los partes de guerra se denomina «progresión hacia la retaguardia». El caso es que los pequeños comercios de barrio donde se fiaba a los vecinos y se conocían, no sólo sus gustos, sino sus posibilidades de satisfacerlos, están llamados a desaparecer y no hay más remedio que atender a esa llamada. La oirán, sin duda, los grandes almacenes. Como en un tiempo, en vez del puzzle autonómico, teníamos propiedades allende los mares, esas tiendas se llamaban «ultramarinos». Es curioso que a veces se sienta nostalgia de cosas que no añoramos. Quizá sea porque forman parte de nuestra irreparable vida. No las echamos de menos, pero tampoco las podemos echar en el olvido. Yo me he pasado una buena parte de mi infancia, en su fase inicial, yendo a esas tiendas. «Niño, tienes que hacer un mandado». Recuerdo, siglos después, aquellas cuchillas para guillotinar bacalaos y los cilindros con émbolos por donde transcurría el pacífico aceite. También las pastillas de concreto y áspero jabón, como ladrillos para edificar la higiene de la postguerra. Había barriles náuticos, con arencas lineales, que eran como un retablo desconstruido. Viejas tiendas de barrio. Yo iba a la de Carmela, que me gustaba mucho. No la tienda, sino ella. Debía de tener cinco o seis años más que yo. Por lo tanto no es probable que siga viva.