EL RINCÓN
El apagón
PARÍS iba a ser una fiesta cuando alguien le fundió los plomos, made in Grecia, a la antorcha olímpica. Funcionó, como es habitual en el mundo globalizado, el mando a distancia. Hillary Clinton, que acaba de destituir al jefe de su campaña electoral, que hasta entonces era considerado un genio de las relaciones públicas, le pidió a Bush que no asistiera en Pekín a la inauguración de los Juegos Olímpicos, que son la más alta ocasión que tiene el mundo de relacionarse públicamente. El judoka David Douillet, apto para trasladar el Atlas, vio cómo se le apagaba el fuego. ¿Qué culpa tendrá Píndaro de que estén cabreados los activistas protibetanos? Y ¿qué culpa tendrán los tibetanos de la actitud de China? Los pacíficos monjes, peritos en compasión y en contemplación, son ahora como un ejército inerme. Ataviados color 'Fanta' de naranja, les hierve la sangre sumisa ante la injusticia. Naranjas amargas de la China. Lo cierto es que, por vez primera en la historia, a la antorcha no la apagó el viento ni la lluvia, sino las protestas de miles de personas. El fuego sagrado del deporte, que es la única competición incruenta y que además es el único esperanto en el que pueden entenderse todas las razas y todos los seres humanos, sufrió un apagón en la ciudad de la luz. La antorcha tuvo que ser transportada en un autocar para impedir nuevos incidentes en el recorrido. La protesta a favor del Tíbet quizá sea buena para todo el mundo, menos para el Tíbet. Los gigantes siempre han podido aplastar a quienes se les cruzan en el camino, pero eso explica que acaben por tener los pies de barro. La prepotencia se les incrusta en las plantas y llega un momento en el que no pueden dar un paso sin que les abucheen los espectadores del gran teatro del mundo.