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NO SÓLO SON cambiantes las ciudades, que te descolocan los recuerdos. A cierta edad, todos podemos decir que nacimos en una que, misteriosamente, conserva el mismo nombre que aquella en la que nacimos, pero la Guía Michelín ya no coincide con nuestra topografía sentimental. Ocurre que aquella esquina donde éramos capaces de esperar a una muchacha que tardaba mucho, aunque luego nos compensara de su retraso, es ahora una entidad bancaria. El café donde estirábamos las sobremesas deficientes hablando de Rilke o de Cernuda, ya no es un Café, sino otra entidad bancaria, y la calle de aquella taberna comunitaria donde bebíamos vino blanco y apócrifo es ahora otra sucursal bancaria. Todo ha cambiado, pero siempre en el mismo sentido. Últimamente nos están trastornando incluso la topografía de la muerte. El último catecismo recién publicado por la Confederación Episcopal, que no sé si será un best-seller , acoge notables innovaciones. El último, que dada mi buena memoria recuerdo que era del año 1970, aseguraba que el infierno es «el lugar donde los malos, apartados de Dios, sufren penas eternas». El nuevo tiene otro sentido de los calendarios y habla del sufrimiento de los hombres y supongo que el de las mujeres, que estarán separados de Dios. Verse privados de la presencia divina quizá sea más llevadero que sufrir una inacabable estancia en las calderas de Pedro Botero. No sé. Quiero decir que Jesús de Nazaret es más permanente que sus volubles y acomodaticios intérpretes. Varían los códigos con el tiempo y varía las ciudades con los alcaldes. Nada se está quieto, ni siquiera durante el pequeño plazo de una vida humana. El catecismo no es lo que era ni tu calle es ya tu calle, pero el caso es que seguimos esperando. Por si acaso.

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