EL RINCÓN
Memorial de pobres
NO ME digan ustedes que no tiene mérito llevar un par de días en Madrid y haber conseguido no pisar a ningún pobre. Recorro calles autobiográficas, esquinas con citas imposibles, cafés donde ya no puedo quedar con nadie, viejos barrios plateados por la luna, pero que ya no me alumbra como entonces. No es verdad que todo me parezca como si fuera ayer: se nota que ha pasado mucho tiempo. En los años cincuenta todo era muy pobre, pero había menos pobres. Ahora, en la esplendorosa Corte hay más de 1.700 «sin techo» y una tercera parte duerme en la calle. Siempre me ha intrigado la pobreza absoluta. Sé, aunque no por experiencia, que es muy difícil tenerlo todo o casi todo de lo que nos apetecería poseer, una gran casa, un gran coche, una mediana cuenta corriente, pero sospecho que es mucho más difícil todavía no tener nada. ¿Cómo se las puede arreglar alguien para no tener un colchón, una silla y un tejado, aunque sea con goteras? El número de náufragos no puede exceder al de viajeros y tripulantes de un barco. Ni el desempleo, ni los problemas familiares, ni la inmigración justifican la estadística. El retrato robot del menesteroso refleja, aunque estas fotografías salgan siempre algo movidas, un varón, soltero y de cuarenta años, más o menos. En general, no sólo están mal de dinero, sino mal de la cabeza. Observó García Lorca y además se atrevió a decirlo, que «los pobres son como animales: parece como si estuvieran hechos de otra sustancia». Ahora, cuando se está viendo venir la crisis que ya ha llegado, van a aumentar notablemente. Siguen cumpliendo una importantísima misión: hacernos creer que somos buenísimos si los socorremos. Darles limosna es el mejor sistema que se ha inventado para perpetuarlos. Los otros requieren un mayor esfuerzo.