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Publicado por
CARLOS BOUZA POL
León

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¡Qué pena, qué asco de vida si no pudiéramos gozar de algunos momentos de paz entre lonchitas de jamón y un buen vino, un tinto maravilloso de mencía, de nuestro amado Bierzo! Digo de mencía, y no demencia, porque hay que estar muy cuerdo y muy cabal, en sus santos mandamientos, para saborear y disfrutar bien, con tino y profundidad, todos los aromas, todos los matices y todas las exquisiteces de nuestros incomparables vinos. Yo, poeta de la viña y la bodega, siempre digo la verdad, y confieso, con fervor, con toda confianza y naturalidad, que siempre he mantenido reverente y equilibrada y amorosa relación con el buen vino; con el néctar fermentado y sagrado de las tierras rojas y altas del «Pago de Sapita» en Valtuille de Arriba. De pequeñín, con tres años, mi abuelastra Sofía Magdalena García me subió a un carro de bueyes preparado con la lona para el acarreo de uvas, y agarrándose ella a uno de los «estadullos», y yo a sus sayas negras, me llevó, por primera vez, a los viñedos que mi abuelo don José Bouza Potes «Sapita», había mandado plantar a comienzos del pasado siglo XX. Sí, así es. Mi abuelo José, de Villafranca, y mi abuela Isabel González González, de Valtuille de Abajo, después de casados, emigraron a Brasil en el año 1894. Mucho trabajaron los pobres para poder ahorrar algún dinero y enviarlo a España. Conservo una desgastada libreta donde figuran las cantidades enviadas, las cuentas, y los consejos dados al «hombre de confianza» encargado de los trabajos: «Compra tierras altas, en cuesta, orientadas al naciente, que les de mucho el sol¿». En el año 1908 las viñas ya producían lo suficiente para poder vivir, y mis abuelos regresaron a España, a Villafranca, con su primogénito, mi padre, Antonio Bouza González. Luego, no pasados muchos años, una grave enfermedad acabó con la vida de mi pobre abuela Isabel. Después, a mi tío Amadeo Bouza González lo mataron en la Guerra Civil, y mi abuelo enfermó de dolor. Tuvo que vender parte de sus viñas, plantadas con tanto esfuerzo, tanto cariño, tanta ilusión. A partir del año 1943 mi padre se hizo cargo de la «herencia» que quedaba y, con mi santa madre María Pol Rodríguez, siguieron peleando con la tierra, con el tiempo, con las malas políticas agrarias, con los impuestos¿ Nuestra bodega era pequeña y artesanal, pero muy acreditada: « ¡Coñó, este sí é bon viño, carallo! ¡Caro é, pero ben o vale¿! A mi padre entonces se le iluminaba la cara de felicidad y decía: «¡Te gusta eh!, pues te voy a dar a probar éste otro que incluso hasta puede que te guste más! Así era él, no se conformaba nunca con tener un vino bueno, quería siempre el mejor. Algunas veces pienso que, seguramente, el motivo por el que yo no seguí con la tradición familiar, elaborando vino, fue por el temor de no poder estar a la altura de las exigencias, del sacrificio que supone tanto esfuerzo, tanta dedicación. En la bodega de «Sapita» sólo entraban las uvas buenas, las mejores. La elaboración del vino era un acto lleno de fe, de esmero, de ilusión. Los obreros, como José «Fufú», extremaban la limpieza, ni siquiera se permitían fumar: «Fuma cuando quieras Pepe, pero en la calle, aquí en la bodega no». Entonces, siendo niño, aprendí que «hacer vino» es una cosa muy seria e importante, una gran responsabilidad que no puede dejarse al azar ni a la improvisación. El hijo del dueño nunca mandó a los «obreros» de confianza. Eran ellos siempre los que me mandaban a mí. Y yo, encantado, aprendía y disfrutaba. Disfrutaba, sí, trabajando a veces como hoy es imposible imaginar. ¡Para qué escribir de los millones de kilos de uvas que pasaron por mis hombros¿!, y los «cantos espirituales» dentro de las cubas. ¿Quién de ustedes, amigos lectores de Diario de León, sabe y siente cómo suena la voz de un hombre, o de un niño, dentro de una cuba, lavándola una y otra vez? «¡Dale más, hijo, con el escobo ahora, repasa bien las lunas antes de ensebar!». En la bodega las bombas no nos daban miedo, no producían sangre, ni terror. «Trae la bomba, mueve la bomba, dale a la bomba», eran expresiones comunes y habituales para el trasiego del mosto y del vino. En nuestro cotidiano pelear, las «bombas» sólo nos preocupaban cuando se estropeaban o no tiraban bien. Entonces había que llenar los bocoys a cántaros. Siempre me gustó la palabra «bocoy», más que barrica. También prefería decir «boy» mejor que buey. Seguro que en mi querencia influía aquello de los «cowboys» de las novelas y películas del oeste, pues, a mi padre, (además del apodo heredado de «Sapita»), por haber nacido en Santos y vivido en Cuba y en Estados Unidos, la gente de Villafranca le llamaba «Gringo», todo un orgullo que nos mantenía unidos a la familia que por América quedó. Una grave enfermedad de mi padre, en 1989, nos impedía seguir adelante. Entonces nos la compró don Nemesio Fernández Bruña y, después de todo, tuvimos suerte. Digo que tuvimos suerte porque sufrimos al principio creyendo que la arrancaría, que cobraría las subvenciones y plantaría perales de conferencia y manzanos reineta. Pero no, no fue así. Nemesio respetó nuestra viña. Supo valorarla, empezó a quererla, siguió con ella y le dio nueva vida: fundó «Casar de Burbia». Sí, así es. Casar de Burbia se nutre de las mejores uvas del Bierzo, de la mejor viña, de la viña que yo tanto amo, porque no hay un solo palmo que no haya pisado, que no haya regado con el sudor de mi frente. En Sensaciones , hay un poema titulado «La bodega de mi padre», que empieza así: Con el mazo de madera/ y una llave de metal/ mi padre desvirga cubas/ con un amor celestial// Cuando le mete la llave/ la cuba empieza a sangrar/ un vino puro y sencillo/ ambrosía celestial/. En «Picotazos liberales» escribo, ¡cómo no!, del vino, de las viñas, de los agricultores que trabajan directamente sus pequeñas fincas, que «no deberían pagar impuestos y tendrían que cobrarlos». También, en «Petar de poesía», me confieso un eminente podador de vides y dejo muestra clara de mi amor por «el mundo del vino». Mi padre era un adelantado a su tiempo, y solía decir: «Para ganar en la bodega hay que saber perder en la viña». Pero, entonces, el mercado local valoraba poco la calidad, y circulaban mucho los «purrelas». Hoy, que ha bajado el consumo, se impone la calidad. Hay que saber lo que se vendimia, lo que se cuece, lo que se fermenta¿ Por eso, al ver en Diario de León otra «chea» de premios y medallas, de plata y oro, para los vinos Casar de Burbia, que se entregarán en el Casino de Estoril (Portugal), el 24 de mayo, correspondiente a la décima edición del Wine Master Challenger, tengo que sentirme satisfecho, alegre y agradecido. Así que, felicito al máximo responsable, al entusiasta gerente y director técnico, don Isidro Fernández Bello, hijo de Nemesio, que busca y encuentra la calidad, siempre la calidad por encima de todo, porque la calidad es su divisa y su apuesta de futuro. Además, en el otoño pasado, después de la vendimia, ha sido padre de una niña a la que puso el muy significativo nombre de Mencía, ¡por algo será! Yo, desde aquí, desde este espacio que amablemente me deja Diario de León, os felicito y animo. Y ya sabéis que, por donde quiera que vaya o la vida me lleve, siempre diré lo mismo: ¡Casar de Burbia, por favor!