CONTRACORRIENTE
Luz en las tinieblas
SEGUIMOS viajando, por huir del spleen del que hablaba Baudelaire, o de la ignorancia, que decía Baroja, y viene uno de una ciudad que imaginaba mortecina, Cartagena, y que sin embargo está llena de proyectos monumentales y, por supuesto, de atravesar Madrid donde, en otra esfera, presumen de circuitos culturales envidiables, y al llegar a León te encuentras inesperadamente con que aquí también se emprenden iniciativas que merecen difundirse, aunque sólo sea por su carácter innovador y porque, en una sociedad tan medrosa como la nuestra, asumen un riesgo poco común. Hablo del Programa Trébol de Proyecto Hombre, dirigido a la rehabilitación de agresores a mujeres, que viene funcionando, con un éxito aceptable, desde junio de 2007. Todos sabemos cuán sensible es el asunto y qué tipo de emociones despierta, las tristes resonancias que tiene y lo insuperable que resulta enfocarlo sin que te rechinen los dientes. Pero a la vez es necesario hacerlo, buscar alguna alternativa, como parece que estas personas admirables están haciendo con un tesón poco conocido. La ignominia del maltrato nos hace pensar inmediatamente en el ajuste de cuentas, en la venganza -la justicia salvaje, como la nombraba Balzac-, y en que quien la comete no merece ningún tipo de ayuda, de rehabilitación, porque nos cuesta creer que su cobardía sea digna de algo más que de nuestro asco y nuestro desprecio. Pero el hombre, a diferencia de los animales, lleva sobre sus hombros otra tarea, a menudo imposible, esa que nos reclamaba Kant por ser precisamente humanos, y que no es otra que la de identificar y cambiar la raíz del mal. No estoy hablando de optimismo irracional ni de transigir, sino de analizar las causas que llevan a un hombre a convertirse en un ser despreciable, aunque sea a costa del fracaso y de reprimir nuestra justa indignación. No deseo pecar de ingenuidad, pues yo sería el primero, en el caso de ver en mi entorno a una víctima, en querer resolver el asunto sin miramientos, preconizar la Ley del Talión, dar a la bestia la respuesta que en ese momento merece. Pero soy consciente de que, saciada mi sed de venganza, la barbarie seguiría ahí, el dolor continuaría propagándose, el bacilo de la rabia buscaría otro lugar donde reproducirse. ¿Qué hacer, entonces? ¿Tolerancia cero, como se reclama justificadamente? ¿Es posible, realmente, la rehabilitación? ¿No hay muchos que reinciden y se mofan de la justicia? ¿Y si estamos hablando de alcohólicos, de enfermos mentales, de hombres marginados desde niños? ¿Debemos tenderles una cuerda, arriesgándonos a que se rompa? Volviendo a Kant: vivir éticamente no es conformarse con lo que pasa, sino postular lo que «debería pasar». Deberíamos apostar, pues, por un mundo en el que las mujeres no padezcan violencia de género. Pero el mundo -a pesar de que ésa es la sensación que cunde- no es una ficción moldeable, ni un lugar aséptico. Tampoco un gran quirófano donde podamos extirpar quirúrgicamente el conflicto social. Este es un mundo complejo, sórdido, donde los que se vuelven odiosos también solicitan ayuda. Es como si en medio de las tinieblas, nos suplicasen que les arrojásemos un puñado de luz. Intentémoslo.