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JOSÉ A. BALBOA DE PAZ
León

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CUANDO aún no se habían apagado los ecos de mayo del 68, estuve en Francia. Con un amigo de Villafranca del Bierzo, Enrique «El Guarni» fui a la vendimia. Llegamos a Béziers uno de los primeros días de septiembre, con un tiempo espléndido de luz y calor. La ciudad, capital de Herault, nos mostraba a los dos adolescentes un mundo nuevo de gentes variopintas y calles animadas en las que se respiraba un aire de libertad. En Lespignan, pueblecito Mediterráneo, encontramos trabajo para un propietario, cuyo yerno usaba un patois a veces ininteligible. Desde las suaves colinas calcáreas, alfombradas de vides, se divisaba el mar, cuya brisa penetraba, al atardecer, hasta una casa del patrón en la que nos alojábamos. Allí pasamos dos semanas que fueron como un despertar a la vida y a unas sensaciones que yo no había sentido anteriormente. Con nosotros vendimiaban murcianos y andaluces. A veces, al pasar por la plaza del pueblo en el remolque, algunos vecinos levantaban los puños. José, un valenciano que vivía en el pueblo desde los años de la guerra del 14, explicaba que eran un guiño comunista frente al patrón. Aquellos puños en alto y la vida de los españoles que, con sus hijos, emigraban en busca de trabajo a la vendimia de Languedoc y Burdeos primero, luego a las manzanas en Normandía y por último, ya en el invierno, en los olivares de Jaén, fue como una luz que abrió definitivamente mis ojos. Un mes después estaba en la Universidad de Oviedo. Mis estudios de Historia, en las postrimerías del franquismo, me hicieron entender ésta como un proceso en el que nosotros éramos protagonistas. El 68, cuarenta años después, tiene sin duda mucha lecturas; pero para los españoles de entonces fue una toma de conciencia de la falta de libertades y de que para conseguirlas teníamos que participar en la historia, ser actores activos de la misma. Estos días se ha fallado el concurso del eslogan que promocionará la villa del Burbia: «Villafranca, siente tu historia». Lo ha ganado una colombiana allí afincada, que ve en las calles y monumentos un escenario perfecto para sentir la historia. No es un mal anuncio turístico. Villafranca cuenta con un pasado de señores y campesinos, de comerciantes y peregrinos, cuyo reflejo en sus monumentos es evidente; no es casualidad que sea su parte antigua BIC desde 1965. Su calle del Agua con sus casonas señoriales y escudos hidalgos, el castillo de los marqueses, las iglesias y conventos hacen de la villa un lugar del que todos los bercianos nos sentimos orgullosos. Nos entristece su decadencia y nos alegran planes como los de volver a poner en funcionamiento el tren de Toral a Villafranca, ahora como un proyecto turístico, que recuperará viejas locomotoras y construirá desaparecidas estaciones. El eslogan, sin embargo, me ha llamado la atención por lo que va de ayer a hoy. Cuarenta años atrás, la historia no era un sentimiento sino un acicate para la acción, porque los españoles queríamos recuperar el protagonismo que nos habían arrebatado; teníamos que ser actores de nuestra propia historia. Ahora, como en tantas otras cosas, ésta sólo es un sentimiento. Como tal, pura subjetividad y, por ello, fácilmente manipulable. Quizá por eso, en nuestros días, la literatura más en boga es la no vela histórica, de cuyos lectores decía Francisco Umbral, que les gusta que les cuentan la historia como no fue. Tal vez, con estos sentimientos, no encontremos nunca la verdadera historia de Villafranca, pero gozaremos de sus reliquias.