Diario de León

TRIBUNA

De cenicientas a ministras

Publicado por
JOSÉ LUIS GAVILANES LASO
León

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SI EN 1935 OBSERVABA el ensayista español Hipólito Romero Flores (Perfil moral de nuestro tiempo ) que el rasgo caracterizador de su época era la velocidad, hoy diríamos, siguiendo la misma línea de movilidad de los cuerpos, que el signo de nuestros días es el vértigo. Pero si hubiese que responder a la pregunta sobre el giro más espectacular acontecido en la sociedad española desde incluso fecha más cercana a la actual, yo diría sin vacilación que, más que la economía, es el cambio del papel de la mujer y, consecuentemente, la mudanza que la sociedad misma ha experimentado. Como todo cambio sustancial, este giro copernicano ha provocado desajustes, especialmente evidentes en el seno de la familia y de la educación, que habrán de corregirse con urgencia. Con respecto al hombre, el papel de la mujer en las sociedades avanzadas, ontológica y funcionalmente ha estado en un segundo plano, esto es, algo sobrevenido con posterioridad, siempre a la zaga y en grado de inferioridad y dependencia respecto al hombre. La explicación original nos es dada por la tradición judeo-cristiana. Primero fue Adán, creado a imagen y semejanza del propio Creador, y sobre la costilla de aquél creó Dios a Eva, la mujer. Y el Génesis registra entonces el soberbio ex abrupto varonil: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne», o sea, prioridad y dominio. Ontológicamente el hombre es, pues, anterior, preliminar; la mujer, en cambio, ulterior, subsiguiente y complementaria. El hombre es portador, es semilla; la mujer es receptora, o tierra para ser fecundada. Funcionalmente, según la Tora, el hombre es un guerrero conquistador orientado hacia lo exterior, cuya misión es enfrentar y transformar el mundo hostil. Por eso el Creador dispuso que tuviese naturalmente una constitución fuerte y agresiva. La mujer es su opuesto diametral. Por ello nació introvertida, modesta, más conforme con el mundo interior del hogar y la familia. Aunque no está exenta de ella, su fuerza física es menos relevante y funcional que la del hombre. La naturaleza femenina está orientada, pues, hacia el recogimiento interior, pero sin tener que estar sempiternamente refugiada en casa. La masculinidad no es la única manera de enfrentar el mundo. Hay una manera femenina, un modo comprensivo y suave de extraer bondad de la maldad que chispea fuera. Hasta la más fiera de las batallas requiere el toque femenino. Cuando Dios dijo nada más crear a los seres vivos: «Procread y multiplicaos», según la hermenéutica católica tradicional, no quiso decir copulad para pasarlo guay (o «pipa», como antes se decía) sino para perpetuar las especies. De esa misma hermenéutica se desprende, pues, la dispar funcionalidad de los sexos: la hembra es para una cosa y el varón para otra, lo que conllevaba asumir distintas actividades, si bien concediendo a las del macho mayor privilegio y superioridad. Razón por la que se comprende el celibato y el rechazo de la mujer a ser ordenada en otras sociedades cerradas. El papel de la mujer se ha restringido, pues, básica y tópicamente, a cuidar del hogar y de la familia, al cometido de madre y esposa. El hombre, más libre, ha podido permitirse acaparar el resto de las funciones humanas: el pensar, el ejercicio artístico, la ciencia, la gestión de gobierno, la guerra, etcétera. Así, el imperio del hombre tenía que fructificar con absoluta exclusividad en los grandes sistemas filosóficos (Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Kant, Hegel...), las sinfonías (Mozart, Beethoven, Brahms...), las artes plásticas (Miguel Angel, Rembrandt, Velázquez, Goya...), literatura, ciencia, religión, etcétera, etcétera. udan los tiempos y las voluntades y, en la mudanza, la mujer ha ido escalando cotas hasta llegar en la sociedad occidental casi al equilibrio, a la igualdad absoluta respecto a su compañero, en un proceso de emancipación que no deja de tener costes negativos para la mujer, en cuanto a violentas reacciones del varón que ve mermada la parte más importante de su patrimonio; sin obviar las propias renuncias o conformismos de imitación de parte femenina. Son varias las razones que han impulsado el ascenso de la mujer. Una de ellas es la tecnología de la máquina, especialmente la doméstica, que ha liberado al ser humano de ocupaciones manuales y, paralela y más importante, liberado tiempo para otros menesteres. Luego ha venido la conquista del sufragio y la llegada a los Parlamentos. Pero, fundamentalmente, el derecho al trabajo remunerado y el acceso a la enseñanza superior son los logros que han permitido a la mujer llegar al nivel del hombre en el plano jurídico, laboral y cultural. Al mismo tiempo que la mujer ha cambiado mayoritariamente la saya por los pantalones, ha comenzado a desarrollar las mismas funciones que el hombre. Ahí tenemos, por ejemplo, cualquier actividad deportiva, en un campo, como el físico, que parecía exclusivo del macho. Bien es verdad que con marcas inferiores todavía a las del hombre, pero todo se andará, que la función hace al órgano. Puedo ilustrar el avance femenino de conquistas con dos experiencias recientes. Recuerdo mi primera salida de la península por la frontera francesa a principio de los sesenta. Haciendo espera en la estación de Hendaya, observé con el alba y el alma consternada a un batallón de mujeres españolas armadas de fregona, bayeta y gamuza yendo presurosas a limpiar las cazcarrias de los franceses. Hoy ya hay tantos limpiantes como limpiantas. Ya en la década de los setenta, también tuve que ver en el hecho insólito de que una mujer trabajadora pudiese inscribir como beneficiario en la cartilla de la seguridad social a su marido de profesión estudiante. Como las disposiciones vigentes, absolutamente machistas y acordes con la desigualdad laboral, no lo contemplaban, hubo de ser aprobado en un consejo especial del Instituto Nacional de Previsión de León, ante el estupor de algunas funcionarias. También, ante el estupor de muchos, il cavaliere Berlusconi incluido, Zapatero, hombre sobrio en grandes pensamientos pero ubérrimo en intuiciones, ha igualado sexualmente la gestión de gobierno nombrando un 50% de ministras en su último gabinete; y lo que ya es la «hache», poniendo a una mujer no amazona sino embarazada como máxima responsable de los ejércitos por tierra, mar y aire. A algunos misóginos y no misóginos les han chirriado las carnes. Lástima que el señor Presidente no se haya atrevido a poner la guinda con una dama en Exteriores, que hubiera sido ideal para la «alianza de civilizaciones», pero, en el considerando zapateril, el candor y dulzura cual ente femenino del ínclito Moratinos aún puede rendir buenos frutos en ese campo. También continúa la vicepresidente señora de la Vega, cada vez más valorada y justificando como nadie el lema de Adolfo Domínguez de que «la arruga es bella». Rajoy también ha feminizado su portavocería en el Congreso de los Diputados con Soraya... («Sor Santa», para abreviar). ¡Mujeres al poder!, ¡a la porra lo del «sexo débil»!, que la cenicienta ya ha alcanzado a calzar su zapatito de cristal.

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