TRIBUNA
La muerte del profesor
TODOS los días el profesor da un pequeño trago que le deja un regusto amargo. En cada clase, tras cada palabra, en cada pausa, en los miles de silencios que separan las palabras y los fonemas, en las indecisiones al elegir las palabras más adecuadas, en las correcciones sobre la marcha, en el enigma de los rostros de sus alumnos, (¿Qué será de ellos mañana, cuando yo ya no esté?) en sus ausencias, en la diversidad de sus preocupaciones y sus distracciones (la ciencia les distrae de lo que ellos sienten como su vida) y en el olvido, (cada año dispone de nuevas listas) el profesor se encuentra con la mirada de la única maestra que le sonríe: la muerte. Porque conoce lo efímero y provisional de todo lo que enseña; porque sabe de la dificultad de solidez que su palabra alcanza en el alma de sus alumnos; porque sabe que estos, mirándolo, están mirando más lejos, el profesor degusta todos los días un poco de su muerte, justamente en la cima de su vivir. Su actualidad es morir un poco cada día hermosamente y quedarse en recuerdos deshilachados de la memoria de sus alumnos: -Yo tenía un profesor de historia que... Juanjosé explicó desveladamente su última lección y terminó: -Para el próximo día... Pero no hubo próximo día. Era un viernes y el lunes no regresó. Sus alumnos le vieron marchar por el pasillo como todos los días pero, en alguna esquina, el pasillo lo desconcertó y lo condujo por un nuevo camino sin retorno. En alguna esquina, el pasillo se volvió laberinto enmarañado para el que no hay hilo de Ariadna. Sus alumnos no volverán a esperarlo en la puerta (-Ya viene el de historia). El sitio de la sala de profesores donde habitualmente se sentaba se quedó repentinamente vacío y la butaca no volverá a prestar a su cuerpo, el delicado regalo de unos minutos de descanso. El aire opaco y neblinoso de tabaco se ha quedado con un acorde menos. El periódico sobre el que echaba una ojeada cada día (¡A ver cómo anda el mundo!) reclama su mirada: -¡Hoy falta Juanjo! Los libros que leía en su casa se han quedado sin la caricia de sus manos y los ojos de su hija sin el reflejo noble de sus ojos; los ojos de su esposa, ¡santo cielo! se han vuelto dos golondrinas solitarias. Era profesor de historia y ya es historia él mismo. Historia incomprensible cerrada por los dos puntos extremos. Cada día quedará un poquito más lejos. Pronto en su sitio de trabajo aparecerá otro profesor con el desasosiego en la mirada: -¿Hasta dónde, qué parte del programa disteis con él? Una piedra cae en el agua y abre un hueco, pero el agua cierra su herida y ya nadie sabe dónde la piedra se hundió, cuál fue su trayectoria, dónde reposa. Es historia. Punto. La historia de un fracaso. Un relato más. Punto y aparte. ¿Un fracaso? Sí. La vida es fracaso y está destinada el fracaso. Pero las obras duran. Hay ojos que, por la palabra del profe, han aprendido a mirar en su propio interior y a sacar conclusiones personalísimas de las clases. Hay alumnos que un día descubrirán, como suyas propias, ideas que oyó a un profesor del que no recuerdan siquiera su rostro. Hay alumnos que en el trato diario se contagiaron de su bondad y su hombría de bien y no necesitaron discursitos sobre valores, ni tampoco educación para ninguna ciudadanía, porque el mundo no es una ciudad y porque «educación» es palabra reñida con fines fuera del mismo alumno. Y alumnos que aprendieron de sus incertidumbres y de su lucha contra la desesperanza y la desolación de cada día, (cuando comprende cómo todo empuja en la dirección contraria), aprendieron, digo, aprenderán un cierto estoicismo y una suave pero indoblegable resistencia a la alineación y la tontería que amenaza con tragárselos. Poca cosa pero algo es algo. Fue, pues, bellamente inútil su vida, como la de todo profesor. Fue hermosamente inútil su vida porque fue valiosa y el hecho de la muerte demuestra no otra cosa que la injusticia de su trato indiscriminado. Y la educación, desdichadamente, es también un fracaso individual. El profesor sabe secretamente que todas sus ilusiones de una vida mejor, un mundo un poco menos idiota e injusto, y unos alumnos más felices-desgraciados, es decir más lúcidos, son ilusiones vanas en la dimensión en que las concebía. Sabe que toda la sociedad está embarcada en un crucero que camina en una dirección distinta de la de su velerito de sueños y que, por consiguiente, su actividad de cada curso, otrora respetada y considerada sagrada, se queda hueca y sin objeto¿ Y morirse es lo mejor. Pero¿ amigos, los de la Institución Educativa, ese sepulcro donde tantos ideales habéis visto enterrar, aun sin esperanza, tratad de resistir. Aceptad la vida gris como ideal de existencia. Trabajad a ciegas por un futuro soñado imposible. Agradeced el mísero sueldo con que os limosnean los sucesivos gobiernos, porque la sabiduría y la bondad no necesitan mucho más. Mantened la bandera de la decencia levantada frente a la rosa de los vientos inmisericorde. Soplan malos vientos pero en vosotros, los desesperados de la educación, queda una última esperanza para los que empiezan: un farolillo lejano en la noche. Y haced con Nietzsche un acto de fe, sentados en la escollera de la existencia: «Otros pájaros volarán más lejos». No todo ha sido inútil y si poseíamos ese impulso no vamos a morir en lo más alto del vuelo; no estábamos destinados a perecer volando sobre un océano infinito sin encontrar una nueva tierra. Éramos una pasión inútil, pero bella. Muy bella.