TRIBUNA
Ellos, los otros
NO TODOS son iguales. La frase contraria se ha convertido ya en tópico entre la mayoría de las mujeres como una demoledora sentencia contra los hombres, cuando algo sale mal con ellos. Es una estupidez extrapolar comportamientos y generalizar calificativos. La violencia de género penosamente existe. Es una cruda realidad contra la que hay que luchar. Pero es muy grato comprobar que esta bandera está sostenida también por manos masculinas. Son muchos, por no decir la mayoría, los que están escandalizados e indignados con las hazañas sangrientas de su género. La convivencia no es fácil y no lo es para ninguno de los que se comprometen en ella. Siempre van a existir dificultades, incomprensiones, falta de adecuación en hábitos y rutinas, en gustos y preferencias o en voluntades. Sólo un comportamiento inteligente puede superarlo. Lo malo es cuando al llegar a la edad adulta nos encontramos con un estilo sentimental hecho que configura y hace permanecer intacto el núcleo duro de nuestra personalidad. Pretender adecuar la otra persona a nuestro perfil sentimental es la causa de la mayoría de los fracasos en las relaciones de pareja. De ahí que nos diferenciemos tanto en la habilidad para ser felices. Sin embargo, todo se suaviza si logramos evitar los comportamientos extremos en cualquier tipo de conducta. Amar y compartir exige mucha capacidad de renuncia de lo propio en favor de lo colectivo. Por suerte hay hombres que este pilar fundamental de las relaciones lo entienden muy bien. El fracaso en las relaciones afectivas surge cuando nos se empeñamos en negar una evidencia, cuando nada ni nadie puede apearnos de nuestras convicciones, cuando nuestras creencias resultan invulnerables a la crítica o a los hechos que las contradicen, cuando no se aprende de la experiencia o cuando nos convertimos en entes encapsulados enamorados de nosotros mismos. Blindados contra nuestra pareja, rompemos ante la adversidad impidiendo el dinamismo normal del abierto conocimiento mutuo. Pero en lo contrario está la grandeza de muchos hombres. En no ver en su pareja un contrincante capaz de situarse como enemigo a la más mínima. Hombres que ejercen la tolerancia y tienden puentes de diálogo. Hombres que saben escuchar y se comprometen con lo que escuchan. Hombres que no instalan en el mecanismo de poder de los más fuertes, la posibilidad de hacer daño. Hombres que no temen a las capacidades de la mujer que tienen al lado, que no sienten miedo de quedar por debajo porque nadie establece la vara que mide, que tienen fe en si mismos y no necesitan que la compañera les demuestre continuamente lo que valen. De ahí, precisamente, emana la libertad de la admiración por el otro sin sentirnos extorsionados, sin creer que las dimensiones de quien comparte la vida con nosotros disminuyen las nuestras o sin necesitar la ausencia de lo que amamos para darnos cuenta de lo que importa. El amor es un deseo y hay deseos con fecha de caducidad. Incluso a veces lo que parece amor puede ser vanidad satisfecha. En cualquier caso lo que puede haber comenzado con amor, también termina. Y es en este delicado punto donde la nobleza de los miembros de la pareja se manifiesta arrebatadora o sosegada y honorable. Hay hombres que aceptan la ruptura como parte posible de la dinámica amorosa y saben asumir un respetuoso, aunque difícil fuera de juego. Hombres capaces de continuar con una relación cordial con la mujer con la que un día formaron una familia. Capaces, pues, de no inmolarse en una anestesia afectiva generadora de los mayores males. Hay en definitiva, hombres que entienden que el primer fracaso en una pareja es la ausencia de comunicación. Al silencio le sucede lo que a la soledad, puede considerarse un logro o una carencia cuando se necesita o se espera una compañía o una palabra y no aparecen. Hay sentimientos que bloquean el lenguaje, como el aburrimiento o el miedo. Terribles ambos por las consecuencias que desencadenan. Sin embargo, hay hombres que saben muy bien no caer en las críticas, los desprecios, las actitudes defensivas o las evasivas. Que no permiten que las conversaciones se conviertan en contiendas, ni son colaboradores de malos entendidos sin aclarar. Porque es frecuente pensar que se habla el mismo lenguaje, pero lo que se dice y lo que el compañero/a oye es, en ocasiones, algo muy diferente. Siempre interpretamos lo que oímos en vez de ajustarnos a lo que verdaderamente expresa. La solución pasa por un control exhaustivo ante los impulsos. Poder separar las conductas normales de las patológicas es un logro inmenso de la inteligencia, ya que a veces su diferencia es solamente una cuestión de grado. No hay duda que todos debemos hacer un master en el aprendizaje del aguante si queremos conservar lo que es cercano y valioso aunque se presente ante nosotros carente ya de estímulo por lo que de rutinario tiene. Lo bueno es saber cuando hemos de perseverar y cuando desistir. Y en último término, reconocer sin traumas ni culpables, cuando algo maravilloso comienza o cuando algo que lo fue, termina. Hay hombres que saben ser excelentes supervivientes también en el amor y no desajustan la confianza en si mismos cuando se enfrentan a la bancarrota de sus afectos. Es decir, no necesitan perseguir a la otra persona, ni acosarla, ni terminar con su vida para saldar cuentas. La cuenta quedó saldada con creces en el momento en el que la decisión mutua de estar juntos generó el enorme beneficio de poder mirar el mundo con una mirada estimulante capaz de transformarlo todo, en aquel momento. Todos tenemos un proyecto un poco indefinido en su contenido pero clarísimo en su objetivo: la felicidad. Es difícil ponerse de acuerdo en la idea de la felicidad, pero tal vez ni siquiera haga falta este consenso porque en realidad se convierte en algo privado e íntimo que cada uno ajustamos a nuestro interior. Gracias a la pedagogía del escarmiento eliminamos lo que nos daña y nos quedamos con lo que nos hace plenos. El respeto y la admiración por la mujer son posibles para muchos de estos hombres, con absoluta normalidad. Ellos hacen posible que sigamos creyendo en la inmensa grandeza de la pareja.