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Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

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AL FIN y al cabo, la vida consiste en cruzar límites y eso fue precisamente lo que llevaría a cabo, durante el mes de mayo de 1968, aquella generación del reproche que se rebeló contra el destino manifiesto que pretendía imponer la sociedad bienpensante encabezada por el general De Gaulle. Apenas acababa de abrir su capote la primavera en París, la ciudad más chic del mundo, cuando una oleada de revoltosos que lanzaban adoquines y enarbolaban banderas del Vietnam se fajaron por llevar la imaginación hasta la cúspide del poder. Todo comenzó con la petición de que los chicos pudieran entrar en las habitaciones femeninas de las residencias universitarias, protesta a la que se sumó la masa trabajadora solicitando mejores sindicales, provocando un cóctel de huelgas y batallas campales que hizo tambalear los pilares del Estado del bienestar. Y todo ello aliñado por la música pop de Dylan, los Beatles y los Stones, encargados de poner la banda sonora a la utopía antiautoritaria emprendida por aquellos rebeldes con tantas causas. Los años 60 olían en España a televisión caliente recién comprada, aunque la brutalidad policial del Régimen franquista abortó cualquier contagio llegado desde el París tomado por la marea roja. Tan sólo el cantante Raimon alzó la voz en la Universidad Complutense, aprovechando un concierto ante 6.000 jóvenes ebrios del mismo entusiasmo por la libertad, lo que propició que los grises se emplearan a fondo para repartir vara a toda pastilla. Poco queda del espíritu del 68, un momento clave en el devenir histórico del siglo XX. Si acaso, el recuerdo de las píldoras de ingenio que decoraban las calles de París, asegurando por ejemplo que debajo de los adoquines está la playa. Algo que yo sigo creyendo a pies juntillas.