EL MIRADOR
Libertad entre tanta incertidumbre
A INICIOS DE UN siglo desasosegado, no es paradójico que la sociedad de la abundancia no sepa proponer modelos de comportamiento exigente a sus jóvenes, porque todo se ha puesto muy fácil y por lo tanto quien obtiene inmediatamente lo que desea resulta ser alguien frágil. ¿Tendrá España una política a la altura de las circunstancias? Los españoles van a vivir en hogares de cada vez más digitalizados y a operar en sistemas laborales más flexibles, de una parte, y más robotizados en no pocos casos. Ya estamos interactuando en la esfera de la web 2.0, buscamos las últimas noticias con Google, colgamos los videos del nene en YouTube. Un chip en el cuello de la gabardina avisará de cuando hay que llevarla a la tintorería. El mundo entero se agolpará en la pantalla de nuestro teléfono móvil. Haremos las compras on line. Trabajaremos de cada vez más en casa y a tiempo parcial. Hemos visto caer las Torres Gemelas y la muerte en Atocha, sabemos donde Sadam Hussein enterró a sus víctimas. Sin el sustrato de Occidente no solo no hubiéramos resistido mutaciones tan bruscas: algunas, las que dimanan de la idea de libertad, ni tan siquiera podrían haberse producido. Es así que, por ejemplo, en una China postotalitaria se intenta poner vallas a la libertad de acceso a Internet o que en Cuba la antena parabólica es un capricho. En el laminado autocrático del mundo árabe falta mucho para caer en las contradicciones morales del progreso. En realidad, si todo es relativo, es que no somos libres ni podemos creer en nada. La civilización, una conversación entre pasado y presente, entre nosotros y nuestros muertos, naufraga. En definitiva, se trata de ser responsable para estar a la altura de lo que la sociedad nos ha dado: educación, sanidad, seguridad, defensa, tribunales, autopistas y bibliotecas. Cuanta mayor sea la frivolidad y cuando más lo superficial, más acuciante es el deber de la responsabilidad. Ser responsable de lo que se dice, se hace y se escribe en el preciso momento en el que los bárbaros aporrean las puertas de la ciudad. Sentirse individualmente responsable de que la civilización no sea un óxido arrumbado, sentirse eslabón de un continuum que, de quebrarse, verá el fin de cosas esenciales. En el sistema de nuestros valores más elementales, confianza y miedo no suman. La confianza es una virtud esencial para la prosperidad y para una convivencia estable. Por el contrario, vivimos con miedo al vértigo, a la innovación, a la libertad. Uno busca la expansión en el ciberespacio y al mismo tiempo requiere de relaciones de vecindario. Una España excesivamente fluida y modular bordea la inconexión. En una sociedad post-humana, la procura del goce inmediato rompe las perspectivas de lo debido y sagrado. Una Unión Europea irrealista reduce el continente al rol de comparsa geopolítico. Sin políticas de inmigración rigurosas, el Euro-Islam minará la Europa envejecida con una trama de guettos. Hay que embridar con exactitud el tigre opulento de la globalización. Sin meritocracia no habrá movilidad social y otra generación habrá carecido de incentivos. El bien común debiera prevalecer sobre los sectores buscadores de renta. España como nación ha de integrarse y reintegrar. Nada es inevitable si respiramos en libertad.