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Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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NO ERA difícil de prever que los problemas claramente estratégicos que tiene abiertos el PP -la cuestión central de qué hacer para superar la derrota y avanzar hacia la victoria- terminarían derivando en más o menos inanes debates ideológicos, que, lejos de aportar soluciones, dificultan la normalización de una fuerza política que ha quedado exhausta tras dos descalabros electorales consecutivos. La gran duda que muchos experimentan en el PP -tanto entre los profesionales de la política como en las bases- es la idoneidad de Mariano Rajoy para ponerse al frente de un proyecto exitoso. Por dos veces ha fracasado en el empeño y es legítimo que sus conmilitones se planteen la posibilidad de cambiar de jinete para esta carrera. Pero ni Rajoy está dispuesto a renunciar ni las estructuras del PP están diseñadas para escenificar una reñida competencia entre candidatos. Así las cosas, en el PP se intuye con amargura que, por la propia naturaleza del partido en los últimos años, será muy difícil encontrar un candidato alternativo que tenga alguna posibilidad de ganar a Rajoy o que esté dispuesto a quemarse en el empeño. Y al mismo tiempo se tiene la convicción de que la victoria de Rajoy en el congreso de Valencia no resolverá el general escepticismo que genera su persona ni disipará la sensación de que su continuidad es simplemente una inútil prolongación de la agonía política de un personaje amortizado. En estas circunstancias, y cuando Rajoy, inobjetablemente, acaba de anunciar un moderado viraje hacia el centro para intentar con toda lógica ampliar su clientela por babor (por estribor sólo habita el vacío), sus críticos están recurriendo a la controversia ideológica para desplazarlo. En las enmiendas a la ponencia política, Álvarez-Cascos exige que se elimine la definición del PP como «de centro» y que desaparezca de los estatutos el comité autonómico, que restaría funciones al Comité Ejecutivo Nacional y a la Junta Directiva Nacional; Vidal-Quadras, al frente de un heterogéneo grupo de antiguos dirigentes, ha propuesto una utópica reforma constitucional contra la «deriva confederal» que incluiría la práctica reversión del Estado autonómico e incluso la desaparición del concepto de «nacionalidades» de la Carta Magna... Y ya se ha visto cuál ha sido la reacción de María San Gil cuando un colaborador de Rajoy ha pretendido aliviar la demonización del nacionalismo que el sector más extremado ha hecho durante la legislatura anterior... En definitiva, y aunque Gabriel Elorriaga haya irrumpido en la polémica con cierta torpeza, ha sido certero en el diagnóstico: el problema no es el partido, sino el líder. Para Elorriaga, Rajoy no es la persona; para otros opinantes, sí lo es. Y ésta es efectivamente la cuestión porque la otra, la de la ubicación ideológica, quedará con seguridad y en la práctica supeditada al objetivo principal de cualquier formación política: ganar las elecciones y gobernar, para lo cual habrá de seducir a una clientela muy plural, y a lanzar por tanto mensajes muy abiertos, poco dogmáticos. En esta coyuntura, Rajoy tiene escaso margen de maniobra: debería ser el primer interesado en competir con otros candidatos.