Diario de León
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ANTONIO PAPELL
León

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IRLANDA, cuya población apenas representa el 1% de la de la Unión Europea, ha llevado a un atolladero el proceso de construcción continental, por el procedimiento más expeditivo de todos: un 'no' resonante en un plebiscito. Es evidente que esta negativa, generada por poco más de cien mil votos de un pequeño país, tiene una trascendencia relativa muy pequeña, pero no deja de ser sintomático que se pronuncie en este sentido la única colectividad nacional que ha sido consultada, y porque lo así lo exige su propia constitución estatal. La participación irlandesa fue mayor que la esperada -el 53,1%-, por lo que no se confirmó el presagio de que el «sí « estaba asegurado si acudía a votar más del 40% del censo. Los grandes partidos estatales eran partidarios del «sí» e hicieron una confusa campaña a favor. El «no» estaba liderado por el Sinn Fein -antiguo brazo político del IRA- que sólo había recibido el 7% de los votos en las últimas elecciones, un sector de los Verdes y el grupo Libertas, fundado por el millonario euroescéptico Declan Ganley. Por añadidura Irlanda, donde el europeísmo es altamente mayoritario en teoría, ha conseguido incuestionablemente sus altas cotas de prosperidad actual gracias a su integración en la Unión hace ya nada menos que 35 años; los fondos comunitarios recibidos desde entonces han resultado decisivos para el despegue que ha situado a los irlandeses en una de las cotas de bienestar más elevadas del mundo. Así las cosas, las razones del «no» son cuando menos llamativas y requieren una reflexión tranquila y a largo plazo. De un lado, los irlandeses están actualmente irritados por la oleada de corrupción que padecen y que ha promovido recientes sobresaltos y cambios al frente del Gobierno. De otro lado, los intelectuales pacifistas recelan de que su neutralidad padezca en el futuro. También molesta, como en España, el final de los fondos de cohesión, que ahora se dirigen a los países del Este, así como la perspectiva de perder peso en Bruselas y buena parte de la autonomía fiscal¿ Ninguno de estos factores por sí mismo justificaría el «no», ni el desinterés de la mitad de los censados que prefirió quedarse en casa, pero el conjunto de todos ellos, unido al escaso atractivo de la propuesta sobre la que había que decidir, ha provocado el desastre. El propio primer ministro, en un pernicioso rapto de sinceridad, declaró durante la campaña electoral que él tampoco había acabado de leer el Tratado de Lisboa¿ Pero en el fondo, y bajo la superficie de las cosas, se advierte de nuevo el grave divorcio existente en Europa entre la superestructura política y la estructura social. Los irlandeses, como la mayoría de los europeos, están sencillamente hartos de que sus líderes hagan y deshagan a su antojo, tomen decisiones en su nombre y de cuanto en cuanto sometan a votación textos prolijos e inextricables con el ánimo de legitimar periódicamente el flujo burocrático que irradia de los despachos de Bruselas¿ y para nada porque, a fin de cuentas, los «noes» terminan siendo ignorados. Irlanda ya votó que no al tratado de Niza en 2001, y por unos porcentajes semejantes a los de esta última vez, pero tuvo ocasión de votar que sí un año más tarde tras producirse algunos cambios cosméticos en el texto en litigio¿ Claramente, la decisión irlandesa, entre sabia y frívola -no habrá consenso sobre el particular- mantiene viva la crisis que se produjo hace tres años cuando franceses y holandeses frustraron el proyecto constitucional europeo, probablemente por las mismas razones de desapego e irritación subconsciente que ahora han movido las voluntades de los isleños. Y coloca a Sarkozy y a Francia, que asumen la presidencia europea el primero de julio, en una situación gravemente comprometida. La primera reacción de los países grandes de la UE, Francia y Alemania especialmente, ha sido la de considerar que esta negativa no crea un problema a la Unión Europea sino a Irlanda, pero todos sabemos que ésta es una verdad a medias. No existía un «plan B», de forma que, como mínimo, este revés obligará a una larga digestión de la contrariedad, que permita a su término hallar un medio de que los irlandeses reconsideren su postura, tras efectuar algunos cambios en el Tratado. Lo importante es ahora que prosiga la ratificación del texto -ya lo han hecho 19 de los 27 y España se dispone a hacerlo en las próximas semanas- para que adquiera visibilidad de que apenas el 1% de los europeos concernidos tiene una opinión disidente. Por sentido común, el problema adquirirá así una dimensión objetiva muy concreta, que debería facilitar una solución no demasiado alambicada. De cualquier modo, sólo los necios no entenderán el sentido de este humillante bofetón de los euroescépticos a los euroburócratas.

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